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Por Domingo Aguilera. Noviembre 2024

 

Todos los nacidos de mujer estamos llamados a morir y a resucitar con Jesucristo. Los humanos somos unos seres muy complejos, unos seres que habitan en el universo bajo las leyes del espacio-tiempo y que a su vez estamos creados para no morir.

Jesucristo quiso redimirnos en la carne porque fue en la esencia humana donde el hombre perdió su beatitud y donde su visión del Creador se tornó oscura, dejando de ser su guía para volverse hacia otros objetos fugaces.

El pecado está ligado a lo más profundo del hombre. Incide en la parte complementaria a su ser coexistente, es decir, el pecado pertenece al hombre terrenal y afecta a toda su esencia. Aquella que san Pablo denominaba el aguijón de la carne y por la que recibió el consejo divino: “Te basta mi gracia”.

María es la única mujer, nacida de mujer, sin pecado en todo su recorrido por esta tierra. Fue concebida sin pecado y sin pecado transcurrió toda su vida aquí en la tierra. Se mantuvo toda su vida “creciendo en gracia” y no conoció la corrupción.

El hombre, después de la caída, se convirtió en un ser frágil ante la vida en el universo, ya no era el dominante de los demás seres. En su más profunda realidad corporal se había instalado la fragilidad. “Lo que no quiero, eso hago”.

María con su aceptación de ser la Madre del Mesías, puso el reloj de la Redención en marcha y cuando su Hijo se vuelve a su debido lugar Ella, que ha recibido el mandato de su hijo de administrar la Iglesia, se convierte en la madre de todos.

Ahora puede sugerir a sus hijos “que hagamos lo que Él nos diga” y a aquellos que no lo son, buscarlos por las cumbres y las cañadas. Pueden pertenecer a los desheredados, a los desesperados y a aquellos que están recluidos para no dañar a la sociedad. María entra en esas profundidades y abre las ventanas para que entre la luz.

María es una persona humana con una esencia humana, es la mujer que modeló su Padre Dios para que pudiese recibir a su Hijo y naciese como hombre. Es la “réplica” de Jesús, aquella que Le acepta como es Él. Así lo demuestra en las bodas de Caná, donde Ella “ve” un poco más allá y le sugiere a Jesús que adelante su primer milagro. Está en la misma “onda redentora” que su Hijo.

A María no le importa la suciedad ni la mezquindad de sus hijos, sólo le importa que la dejemos la puerta entornada. Ella ama como mujer y madre, y mientras dormimos, Ella limpiará la habitación y abrirá las ventanas para que su Hijo entre y resucite a aquel cadáver que hiede ya de muchos años. Es la que entiende al pecador que está tan alejado de su Hijo que no es capaz de verlo. Ella permanece siempre en vela buscando esa rendija. Su corazón, ya infinito, acepta a todos y a cada uno como su verdadero y único hijo. Sólo espera que no la rechacemos.

Ella siempre está esperándonos. No importa donde estemos nosotros, lo lejos que estemos de su Hijo, porque Ella, como madre, “ve” un poco más allá.

Si hizo tanto por aquellos novios, ¿qué no hará por sus hijos?