Esta web usa cookies operativas propias que tienen una pura finalidad funcional y cookies de terceros (tipo analytics) que permiten conocer sus hábitos de navegación para darle mejores servicios de información. Si continuas navegando, aceptas su uso. Puedes cambiar la configuración, desactivarlas u obtener más información.

 

Por Domingo Aguilera. Noviembre 2021 

Tradicionalmente el pueblo fiel durante siglos, ha asignado el papel de maestro de vida interior a José, el esposo de María de Nazaret.

No sabemos si José estuvo en alguna escuela judía famosa o tuvo que conformarse con aquella que le tocó en suerte. Ni tampoco parece que fuese doctor de la ley, porque no hay sombra de ello en ningún evangelio, ni incluso en los apócrifos. Sí que sabemos que conocía a fondo las Escrituras. No sólo las conocía sino que vivía de ellas. Eran su alimento. Lo sabemos porque el evangelio dice de José que era justo. 

Si no era “maestro de la ley” ni doctor, surge la pregunta de por qué le consideramos maestro.

Tomando un paralelo muy burdo con la situación actual, José no era presbítero, ni tan siquiera diácono. No tenía nada que ver con el estado clerical. Era un simple padre de familia como otros miles de esa época. ¿Seguro que como los demás?

José fue, a los ojos de sus contemporáneos, simplemente el padre de Jesús, que ejerció un oficio de artesano para alimentar a su familia. No aparece como un gran profeta. No hizo anuncios, ni incluso cuando ya sabe que el Mesías está encarnado en su mujer, ni comunica a los grandes poderosos del pueblo judío que el Mesías está ya en la tierra. Sería un notición de primera plana y de muchísimos millones de seguidores en redes sociales. Sería Trending topic.

Pero a José no se le ocurre tomar ventajas ni aparentar más de lo que es: el servidor más humilde y fiel de su Hijo. Vive sólo de la esperanza, porque tiene una gran fe que le vivifica: Sólo lo que entra en los planes de Dios es objeto de su interés.

Cabría preguntarse porqué Jesús no cuenta con José como uno de los doce. José estaba suficientemente formado y tenía condiciones humanas y sobrenaturales en abundancia. Y además era su padre. José que casi no aparece en el evangelio, es tan grande y tan virtuoso que todos asentiríamos con gusto en obedecerle, y estaríamos encantados en tratarle como a un grandísimo apóstol.

Pero Jesucristo tiene otros planes, que son los planes de su Padre Dios, para redimir a la humanidad. Dios Padre quiere redimir a la humanidad en su Hijo. Con la muerte de su Hijo. Esto que parece una locura o una maldad es la consecuencia de la enorme brecha que abrió el pecado de Adán y Eva en la humanidad, que hizo necesario que su Hijo se hiciera hombre. Quizás no nos imaginamos cómo es la humanidad irredenta, o quizás lo que no imaginamos es el bien tan grande que es la redención: vivir de fe.

La Redención es una “locura”. Sólo un Dios que nos ama tanto, tanto, puede idear esa “locura” y sólo ese Dios quiere utilizar para la expansión de su mensaje, a los instrumentos humanos menos “adecuados” que encuentra en la tierra. Así es muy difícil que aquellos pescadores de Galilea se atribuyan ningún mérito en su seguimiento a Jesús. Como nosotros.

Y si los rudos pescadores, con sólo tres años de seguimiento a Jesús se convierten en nuestros maestros en la fe, José que lo trató tan íntimamente durante tantos años y que le enseñó, al Hijo, a ser hombre con los hombres, ¿no podrá enseñarnos a recorrer el camino hacia Jesús?

La escuela de José es una escuela singular, donde los sabios no entienden nada y los sencillos son elevados a las más altas cotas de la Sabiduría.

José no dice nada en los Evangelios y no dice nada a aquellos que no le preguntan o que no le observan. Sin embargo su corazón se ensanchó con los límites de lo sobrenatural cuando dijo sí a los deseos del ángel que le pide que sea el padre del hijo de María. José se “rompió” por completo. Desde ese momento José ya no es José el descendiente de David, que tenía unos  planes extraordinarios para su vida, sino que desapareció como tal para ser el padre de Jesús y el custodio de María. Y nada más. Y nada menos.

José es así el maestro silencioso, que no dicta clases, no hace sermones, no grita.

Por establecer una relación de paternidad especial con el Hijo, sabe cómo es su hijo y cómo redimirá a la humanidad pero sobre todo sabe cómo es la humanidad irredenta. José sabe que tiene que proteger a Jesús de la humanidad irredenta mientras este es un Niño y aprende, junto con María, a establecer relaciones en la fe como única herramienta para cumplir su misión. Y establece esas relaciones con el Padre y el Espíritu Santo a través del Niño junto con María.

Para aprender en esta escuela es necesario crear el ambiente adecuado. Porque en ella no hay ruido de palabras sino comunicación interior, de alma a alma. Esa comunicación exige paciencia, comprensión y sobre todo mucha oración. Hay que pasar tiempo con él para comprender los signos de los tiempos y disponer el alma para que esté en calma. Silencio. Sólo así es posible el diálogo.

Ese diálogo es en el Espíritu, en la libertad del alma, sin ataduras. Esa lección la aprende José directamente de María que es quien le abre las puertas al Misterio. José ya se moverá, siempre con María, en el Misterio.

¡Qué bien se “mueve” José con Dios Padre, con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo! Con qué familiaridad los trata. Con qué rectitud de intención haría todo su trabajo y establecería relaciones con sus vecinos, parientes y todas las tribus de Israel.

Y estableciendo esas relaciones comprende que su vida tiene valor de redención si las lleva hacia su Hijo. Entonces surge en ese trato con los vecinos y parientes un amor hacia ellos que no tiene raíces en un sentimiento “bueno”, sino que se hunden en las profundas raíces de comenzar a verlos con los ojos de su hijo, no cómo objetos de transacciones comerciales o incluso amistad, sino que quiere transmitir a todo el mundo su profunda alegría de salvación.

José está deseando comunicarnos su dicha, la más excelsa. La alegría de tratar a Dios como un hijo y la dicha de tratar a María como nuestra amiga, como nuestra esposa, como nuestra hermana, como nuestra Madre. Es decir como un joven enamorado que se vuelve “loco” por su amor. Porque él entiende que su vida ya está en manos del Espíritu Santo y se deja guiar por Él. José recibe esa experiencia con María. Ha descubierto la perla fina, el tesoro más grande de la tierra. Y quema las naves.

José es un hombre de oración profunda que vivió siempre en un “espacio de presencia” con el Señor y ese fue su “ámbito de encuentro”. Él ve a Jesús, mira a Jesús, contempla a Jesús. Es el contemplativo por excelencia. Silencio.

José, que como veremos en el siguiente artículo, es un varón de deseos, pero que renuncia a las delicias sensibles, hace transparente lo sensible para dejar ver el Misterio. José es el primer y más grande místico, con deseos infinitos de Dios y grandes “sueños”. Por eso Dios Padre se “entiende “con él en sueños. Sueños que se convierten en realidad. Y vivir así, anclado en el Misterio, es vivir en la forma más elevada y profunda de la alegría.

Santa Teresa que tuvo un trato íntimo con San José también tuvo un trato muy íntimo con el Niño.

José nos contará sus experiencias con mucho gusto, nos hablará del Niño y de la Madre, para acompañarnos a vivir del Misterio, si se lo pedimos en la oración y le dejamos que él nos lo muestre con calma, con delicadeza, como es él. ¡Qué buen maestro es José!

Podéis visitar la presentación del libro en 

https://amigosdelavirgen.org/images/presentlibro/presentaci%C3%B3n-LRM-3.mp4