Por Domingo Aguilera. Octubre 2021
San Marcos nos cuenta lo que dijo Jesucristo sobre la familia:
“Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, enviaron a llamarlo. Y estaba sentada a su alrededor una muchedumbre, y le dicen:
-Mira, tu madre, tus hermanos y hermanas te buscan fuera.
Y, en respuesta, les dice:
-¿Quién es mi madre y quienes son mis hermanos?
Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dice:
-Estos son mi madre y mis hermanos: quien hace la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.” (Mc 3, 31-35)
Vemos que Jesús amplía su familia a todos los que quieran establecer una relación de fe con Él.
Hay que fijarse que no dice: esta es mi madre, María, y vosotros seréis mis hermanos si cumplís la voluntad de Dios, sino que mi familia se constituye por la relación en la fe. Perteneceréis a mi familia si tenéis fe. Y como ya hemos visto en los anteriores artículos, la fe de María es corredentora.
En la familia en la fe, la filiación divina se nos otorga en el bautismo, por el que somos hijos en el Hijo y nos incorpora a la Iglesia por la que somos hermanos de los bautizados.
La relación de fe es la que Dios espera de los redimidos y que propone a todos los hombres. Jesús no puede hacernos de Su familia si nosotros no queremos. Por lo tanto la fe hay que pedirla, cultivarla y guardarla. Es una relación que parte de Dios y que nosotros podemos aceptar o rechazar. No es una relación natural sino sobrenatural, lo que no significa extraña a nuestra naturaleza, sino al contrario que es su esencia. Porque Dios nos creó a su imagen y semejanza, y por lo tanto nos creó para el cielo.
Así como José tuvo que aceptar, por la fe, la paternidad de Jesús, nosotros tenemos que aceptar, por la fe, que somos verdaderamente hijos adoptivos de Dios y por lo tanto velar por esa relación.
Mantener una relación familiar con Jesús, implica tratarle como lo que es Él. Y por lo tanto tratarle como al mejor amigo y aprender a tratar al Padre como hijos y al Espíritu Santo como al amor de nuestros amores. Así, pertenecer a la familia de los hijos de Dios nos permite establecer unas relaciones de filiación, de amistad y esponsales sin límites.
Relaciones que después de nuestro paso de la tierra al cielo quedarán selladas para siempre y que serán las únicas que permanecerán con nosotros. Todas las demás serán purificadas por el fuego.
Pero volvamos con los actores de la familia.
La familia de Nazaret no mantiene las relaciones de la Trinidad. No es una figura de la Santísima Trinidad, no hay un Padre un Hijo y un Espíritu Santo, sino que son el ejemplo de la familia en la fe. Así cuando San Josémaría habla de la trinidad de la tierra y de la Trinidad del cielo, nos quiere decir que estableciendo relaciones con la familia de Nazaret, aprenderemos más fácilmente a establecer relaciones con cada una de las personas divinas, y así podremos ir de la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo.
Es en la familia donde se transmite la fe. Y en donde cada miembro desarrolla su libertad que será plena si es para el bien. Así en la familia todos reciben distinto y son tratados como distintos en la plenitud del amor. Es en este entorno donde se nace a la virtud de la fidelidad, del amor puro, donal. Enseñar a los hijos a amar la libertad, crecer en libertad, será el mejor regalo que se les puede dar. Claro que para eso el marido y la mujer han de ser buenos formadores, que significa dar la forma de Cristo, y ser ellos mismos amantes de la libertad. Todo un programa.
Hasta aquí la familia en el matrimonio, o cómo pertenecer a la familia de Jesús en el matrimonio. Pero Jesús, como acabamos de ver, dice que todos los que le siguen son su familia. Entonces el célibe ¿puede “crear” una familia?
La familia implica relaciones de filiación y fraternidad. Y esas relaciones familiares también las podemos establecer con “el prójimo” cuando son creadoras, cuando su actividad creadora, su diálogo, es compartido. Así al hacer buenos a los demás nos hacemos mejores en Dios. Cuando nos compadecemos de los demás, no por mero sentimiento, sino por verlos como hijos de Dios y establecemos un “diálogo” con ellos, entonces los incorporamos a esa nueva familia.
La gran familia de la Iglesia la constituye el Hijo de Dios, que es el Verbo. Así nosotros nos incorporamos a la Iglesia mediante la llamada de Dios. Accedemos al Misterio mediante la palabra y mediante la palabra, si es de fe, acercamos a los demás a esta gran familia de la Iglesia. Ampliaremos nuestro lenguaje hacia el silencio para comprender mejor la realidad del “otro”.
Sabemos que todos nos salvamos en la Iglesia y que fuera de la Iglesia, entendida en toda la extensión divina, no hay salvación. También sabemos que Dios proclamó que no es bueno que el hombre esté solo. O lo que es lo mismo, que es muy difícil salvarse sino es en el “otro”.
La comunidad, la Iglesia, entendida en su sentido más amplio, es la familia común de todos los hombres.
La familia que pueden formar los célibes será la reunión de fieles para llevar una tarea de redención en común, según su espíritu concreto.
Cada familia “espiritual” se constituye por una llamada de Dios y la respuesta de los miembros, que se unen para desarrollar su vocación específica “por el reino de los cielos” estableciendo una alianza con Dios, para mostrar las distintas bondades que Dios tiene para sus criaturas.
Y esa nueva familia de adultos también debe fijarse en la familia de Nazaret. Les une su alianza con Dios y por lo tanto, al igual que en el matrimonio, los obstáculos y dificultades han de resolverse entre los “tres”. En esa familia no se trata de cumplir un conjunto de reglas sino de estimular la fe propia y de los demás en un entorno de libertad, en toda su plenitud, para dar vida. Para crear un “hombre nuevo” como dice San Pablo a los Efesios. Entonces nos uniremos a la capacidad creadora de Dios siendo nosotros también actores de esa nueva creación.
Surge una pregunta. La relación esponsal establecida en el matrimonio es la base del mismo. ¿Es esta la misma relación que hay que establecer con Dios para el celibato “por el reino de los cielos”?
Permítanme intentar explicarlo. Ontológicamente sí. Toda relación sobrenatural, tiene su fuente en el bautismo. Por el bautismo en Jesucristo, somos hijos adoptivos de Dios y eso es lo que nos permite establecer relaciones en la fe. Así la relación donal que tiene su máxima expresión en la entrega voluntaria, en la respuesta a una llamada divina, es la relación esponsal como ya hemos visto anteriormente. Sin embargo tienen algunas diferencias para el matrimonio y el célibe:
La vocación al matrimonio es para el tiempo presente. “Pues en la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo” (Mt 22: 30) Esta es la vocación de José y María. Vocación a un matrimonio pleno que es la semilla del nuevo matrimonio. Es el sacramento “magnum”, necesario para el progreso de la Iglesia en la tierra.
Otro sacramento necesario y esencial para la Iglesia es el Orden Sacerdotal, en el que el celibato es la oblación del sacerdote a Dios, oblación que constituye para el sacerdote el “lote de su heredad”.
Pero, según el cardenal Cantalamesa “el celibato es un estado escatológicamente más avanzado, en el sentido de que se parece más a nuestro estado definitivo, al que todos caminamos” (Cantalamesa 2005: 7). La vocación al celibato “adelanta” la parusía, es decir señala a todo el mundo que en el cielo seremos como ángeles. La corporeidad tal como la conocemos ya habrá pasado y por lo tanto la belleza corporal también se “fijará”, se “completará” en el Cordero, de tal forma que la atracción sexual ya no será necesaria, porque, no lo olvidemos, en el cielo seremos fundamentalmente relaciones. Seremos varones y mujeres, pero ya no habrá generación de seres humanos, solo alabanzas a Dios. Todos estaremos llenos, completos en Dios, con un cuerpo nuevo. Seremos distintos cada uno, porque hemos sido distintos en nuestra vida y todas las relaciones en la fe, que hayamos creado a nuestro alrededor, formarán parte de nuestra persona.
El celibato por “el reino de Dios” no forma ningún sacramento ni estado especial, excepto para el ministro del orden sacerdotal. Es una vocación específica para algunos, para aquellos que se les ha concedido, “….El que pueda entender, que entienda” (Mt 19: 11-12).
En definitiva cada uno responderá ante Dios, solo ante Dios, sobre lo que ha hecho con su vida. Todos estamos llamados a la santidad, a las bodas del Cordero. Las circunstancias y llamadas de Dios son personales y la respuesta también.
Un error común y peligroso para las instituciones es dividir y clasificar los miembros de cada comunidad, en jóvenes y mayores, para ser más eficaces en las labores de apostolado, porque ciertamente se podrán establecer más fácilmente relaciones de amistad con personas similares. Pero no se transmitirá en su plenitud ni la filiación, diversidad, ni la paternidad, el cariño de sentirse en una familia. Es decir los miembros de esa familia serán similares en edad, o tendrán que parecerlo para soportarse, pero esa familia se secará. Porque los padres no engendran a los hijos para que cuando sean mayores, estos les cuiden; cierto. Pero los hijos reciben mucho de sus padres no sólo cuando son pequeños sino también cuando son mayores. Y al revés, cuando los padres son mayores, también necesitan crecer en la fe en esa etapa final. Y la familia sí que tiene la obligación de que sus mayores crezcan en la fe y aumenten y purifiquen sus relaciones. Eso es lo que quiere Dios para cada miembro de la familia. Y sólo se puede crecer en la diversidad y en un entorno de acogida. Una fe que en sus años maduros no acepte el reto de vivir joven, con ilusión y asumiendo las dificultades de la vida con alegría, no está madura, no ha ejercitado la libertad. Y la libertad se ejercita y madura principalmente en la familia.
Son los mayores los que afianzan la fe de los más jóvenes, porque aquellos visualizarán los muchos años de fidelidad que deberían atraer a los que les rodean. Y los jóvenes estimularán las virtudes de los mayores.
No es bueno que el hombre esté solo. El hombre solo no puede ejercer su libertad, que es establecer relaciones, y entonces empequeñecerá su ser.
Si la comunidad no mantiene vivas esas relaciones familiares, está abocada a la extinción. La pregunta de por qué no hay vocaciones en tal o cual comunidad, está directamente relacionada con el modelo de familia que viven sus miembros y cómo lo viven. Igual que en un matrimonio, si no hay familia en la fe, el matrimonio no es atractivo, así las vocaciones de entrega a Dios en el celibato no crecerán sino es por una vida en familia real y profunda, contando con la acción del Espíritu Santo, que es crecer en una fidelidad continuamente actualizada por la libertad. En definitiva vivir en una familia es “perder la vida”, cada día un poco más. Eso es lo que practicaron Jesús, José y María en el día a día.
“José enseña a ir a Jesús por María, predica el fundador del Opus Dei. La filiación a san José se revela así de una importancia extraordinaria: su intercesión lleva al trato filial con la Virgen Santísima, y ambos conducen a la identificación con Jesús.” (Ernst Burkhart –Javier López “Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría” Vol 2, Cap 4, 3, c.)
Los mayores. Cuanto pierden las comunidades si los jóvenes crecen sin los mayores. Entonces se convierte en una familia seca, sin tradición. Nada que transmitir sino los vulgares hechos de actualidad. Porque no olvidemos que la Tradición se transmite por la palabra y con el trato mutuo. La transmisión de la Tradición es la dulce “carga” que Dios ha puesto sobre los hombros de todos sus hijos. Carga a la que no podemos renunciar sin renunciar a la herencia del cielo.
Como epílogo y resumen:
La familia sólo puede nacer de una llamada previa de Dios, una vocación. Se crea por una relación esponsal, que es una alianza de las personas con el Espíritu Santo. Se fundamenta en una relación paterno-filial y no en una mera relación de amistad. Se enriquece con la aportación distinta de cada miembro, que es considerada como un bien. Crece y es fecunda por la transmisión de su esencia, tradición familiar, a sus hijos dándoles así el mensaje de redención. Es la fe.
Cierto que vivir en este modelo es más difícil que vivir en un modelo más acorde con la mentalidad postmoderna y de moda, pero cierto que este modelo atrae. Tanto para una familia en el matrimonio, como para una familia “por el reino de Dios”.
Todos causamos un mal con nuestro ejemplo a todos los que nos rodean, cuando nuestra familia se mantiene por valores efímeros o peor aun cuándo se ha degradado aceptando los valores que nos ofrecen las realidades mundanas. Porque todos, solteros y casados tenemos el potencial de ser sal para toda la humanidad. Y el cristiano no puede ser ajeno a la situación de la humanidad en cada momento de la historia, porque él es la historia.
El matrimonio redime la carne de los cónyuges. El célibe anticipa el reino de los cielos. La pregunta de quién es más grande o más importante, me parece una pregunta retórica. Todos estamos llamados por Dios Padre a las más altas cotas de la santidad. Añadiendo que el celibato sacerdotal ha de ser tenido por todos en la más alta estima, por ser un sacramento esencial para la confección de los sacramentos y porque Jesucristo escogió a doce varones concretos para este ministerio. Y uno no fue fiel, y vendió a Jesús por treinta monedas de plata. Gran responsabilidad de los pastores y de las familias, para que estas sean generosas con sus hijos cuando estos sientan la dulce llamada a una entrega a Dios.
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