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Por Domingo Aguilera. Junio 2021

En este año de la familia promulgado por el Papa Francisco, vamos a hacer un pequeño paréntesis para hablar de la familia de Nazaret. Para ello comenzaremos por reflexionar sobre el matrimonio,  que es la base de la familia. Dedicaremos dos artículos al matrimonio en la fe y otros a la familia en la fe.

El modelo de familia cristiana siempre ha sido la familia de Nazaret. Dicho así es muy bonito, pero puede parecer a primera vista muy lejano para el común de los mortales, dado que los miembros con los que se constituye esta familia se salen de lo común, aunque por otro lado son muy cercanos y reconocibles: padre, madre e hijo.

Sin embargo me ha sorprendido mucho que no se hable continuamente del matrimonio María/José, siendo este el verdadero modelo a seguir para los matrimonios en la fe y también para los célibes como veremos más adelante. 

El catecismo de la Iglesia Católica nos dice en su punto 1601: “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados”.

Antes de la Encarnación el pueblo de Israel tenía un concepto de matrimonio que perduró durante muchos siglos. En este punto es fundamental fijarnos en lo que nos transmite el Antiguo Testamento. Es la historia de un pueblo que, elegido por Dios para ser Su pueblo, prefiere permanecer en su estado irredento, antes que cogerse del brazo que le tiende su Padre Dios.

Ese matrimonio judío anterior a la Redención, es un matrimonio donde la prevalencia del varón sobre la mujer es evidente. Incluso admite la poligamia: el varón puede tener varias mujeres. Y el varón puede repudiar a su mujer. Nunca al contrario.

Cuando los discípulos le preguntan al Señor por el matrimonio, Jesús les responde que esto no fue así al principio, sino que por la dureza de su corazón Dios tuvo que transigir. Esta dureza del corazón, de una humanidad irredenta, es tal, que Dios tiene que aplazar sus deseos porque sus hijos no son capaces ni de entender el mensaje. Tal es el estado calamitoso de la humanidad después del pecado original.

Yahvé tratando de darles lo mejor y ellos prefiriendo lo suyo. Alianza con Abraham, Moisés, David, Salomón…Jueces y Reyes y profetas. La Alianza, que tenía por objeto devolver toda la gloria a Dios, era rota una y otra vez por sus hijos. Y para redimir a la humanidad, Dios Padre nos envía a su Hijo. Es la Nueva Alianza y con ella, se cumple la redención de toda la  humanidad.

Durante todo el Antiguo Testamento, Yahvé, va poco a poco intentando comunicarles mensajes sencillos y básicos, que modifiquen la conducta del pueblo judío. Claro que cambiar hábitos y conductas no es tarea fácil. Y si encima somos de dura cerviz, más difícil todavía.

Si observamos atentamente la predicación del Señor durante los tres últimos años, podemos observar cómo va de menos a más. Los temas más profundos los propone al final, especialmente en la última Pascua. Es en esa última Pascua cuando el Señor instituye la Eucaristía y el Orden sacerdotal, que son la pirámide de un iceberg  que se construye en esos años de predicación y milagros.

Ahora veamos que dijo el Señor sobre el matrimonio:

En el Génesis (Gn: 1, 27), “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creo; varón y mujer los creó” “Y los bendijo Dios y les dijo: creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla…..” (Gn: 1, 28-29). Con el pecado vino un cataclismo para la humanidad. Y pasaron muchos siglos hasta que Abraham aparece en la historia, con el que comienza el tiempo de preparación específico para la Encarnación.

En S. Mateo nos dice que “abandonarán a su padre y a su madre y serán una sola carne” (Mt: 19, 5) y  que “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mt: 19, 6).”

Por lo tanto deja muy claro que el nuevo matrimonio es de “una sola carne” y para toda la vida.

La carne, para los judíos, no solo era el cuerpo, sino que toda la relación con Dios se publicaba, se hacía pública, en la carne y en la sangre del cordero Pascual. Así se renovaba la Pascua, que era la Alianza que Yahvé había establecido con el pueblo judío en Abraham. Y antes de la Redención, aunque Yahvé condena el adulterio, sin embargo es “extraordinariamente” exigente con la fidelidad a Él. En otras palabras, la humanidad irredenta solo tenía un hilo de conexión con su Dios: la Alianza.

Es desde esta perspectiva como tenemos que ver esa relación. Y darnos cuenta de lo terrible que es vivir sin estar redimido.

Por eso el “matrimonio en la fe” supone un corte radical con el anterior matrimonio judío, y aunque pueda parecer una continuidad, no la tiene. Es el comienzo de otro matrimonio.

Para nosotros los cristianos del siglo XXI, quizás el concepto de carne se haya degradado y por un lado se vea como una parte negativa del hombre, en una aproximación maniquea del concepto persona, o por el otro, como una exaltación del cuerpo que desprecia el sentido espiritual de la persona. Pero en realidad el Señor nos ofrece su cuerpo para ser comido en la Alianza. El cuerpo humano es fundamental y santo.

Encontramos una afirmación en otro pasaje que parece contradictoria con lo anterior y que puede parecer anecdótica, sin serlo, y es cuando le preguntan a Jesús, de quién será la mujer de aquellos siete hermanos que fueron tomándola sucesivamente como  esposa, a la muerte de cada uno de ellos. (Mt: 22, 30) “En la resurrección no se casarán ni ella ni ellos, sino que serán en el cielo como los ángeles”.

 Empecemos por esto último: “En el cielo serán como los ángeles”, esto parece confuso, porque si antes afirma que lo que Dios ha unido no lo debe separar el hombre, seguirá unido si Dios lo mantiene unido, es decir, si sigue unido en la fe.

Y también podemos deducir que la relación en el cielo es personal y no modificable, por lo tanto no se establece una relación del matrimonio con Dios, sino una relación de dos personas con Dios. Y cada persona, que intrínsecamente es su ejercicio de la libertad, puede establecer relaciones bastardas con otras personas y con Dios. O por el contrario relaciones en la fe.

Con este sencillo razonamiento, vemos que lo más importante del matrimonio son las relaciones que se establecen entre los contrayentes.

Como ya explicamos en artículos anteriores, las relaciones las establece cada persona con quien decide y desde donde quiere. Son meros accidentes, que podemos o no establecer o aceptar y que podemos hacer por distintas motivaciones. Son accidentes que surgen del ejercicio de la libertad. Y será con esos pequeños accidentes, si los ejercemos en la fe, con los que Él nos habilita para entrar en el cielo. Es evidente que Dios no puede salvarnos sin nuestro asentimiento, pero también es evidente que nosotros no podemos acceder al cielo por nosotros mismos. Con nuestro poco, el Señor hace mucho.

Por lo tanto cuando Jesucristo habla de que serán una sola carne, habla de una relación espiritual en la carne. Ese es el verdadero sentido del matrimonio y de la relación matrimonial.

El matrimonio es por lo tanto una alianza de una mujer y de un varón con Dios. Es decir establecemos una relación con otra persona en Dios. Así el matrimonio en la fe es una cuestión de tres personas. Varón, Mujer y Espíritu Santo.

¿Qué es una Alianza? Su primera acepción es un juramento. Es un término degradado en nuestra civilización del siglo XXI, pero con una gran profundidad en la historia de la salvación. Con este término quiero significar no un mero contrato o trato entre iguales, sino una llamada de Dios que solicita una donación para siempre, y para dar vida.

En el caso de la Alianza de Yahvé con Abraham, la iniciativa parte de Dios, como acabamos de ver, y Este manda marcar a los varones en el cuerpo, como posesión suya. Abraham un día les dijo a los suyos, a sus parientes, esclavos y aliados de tribus, que si querían pertenecer al pueblo de Dios, tendrían que circuncidarse. Y para pertenecer al nuevo pueblo de Dios, nosotros los hombres del siglo XXI y venideros, tenemos que bautizarnos en el Espíritu.

El matrimonio del Antiguo Testamento establecía unas relaciones según unas reglas, que ya hemos visto que no eran muy favorables a la mujer. El matrimonio entre no bautizados establece unas reglas naturales, tendentes a la protección del mismo y de los hijos. Pero en la medida en que se establezca como un contrato, las cantidades y condiciones del mismo se podrán negociar. Siempre hay un buen abogado que lo puede conseguir.

Por lo tanto, las relaciones entre las dos personas que formarán el matrimonio han de ser desde su comienzo, en igualdad y libertad y ellas serán el fundamento del mismo matrimonio. (El lector ya habrá comprendido que no estoy hablando de las relaciones carnales, sino de las relaciones profundas que conforman dos personas en Alianza con Dios).

Esas relaciones han de permanecer en el amor, aunque pueden degradarse y romperse. Su continuidad y crecimiento depende de cada uno. Por eso el matrimonio no garantiza la salvación, como tampoco el sacerdocio garantiza la salvación. Se salva la persona completa con su cuerpo y su alma, que haya establecido y crecido en las relaciones que le mejoran moralmente. Sin embargo las relaciones que perturban el orden moral, degradan a la persona.

Podemos ilustrarlo con un sencillo gráfico:

   

 (En este caso el matrimonio se mantiene por la voluntad de cada uno.)

 

              Y el matrimonio en la fe

  (Continuará)