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Por Domingo Aguilera. Mayo de 2021

Acabamos de contemplar la gran soledad y dolor de María, en la pasión de su Hijo. Todavía en tiempo de Pascua y comenzando Mayo, vamos a considerar que si grande fue el dolor, más grande fue la alegría al resucitar Jesús.

Cuando a María se le apareció el Ángel para anunciarle que iba a ser la Madre del Mesías, seguro que tuvo la mayor alegría del mundo. Estaría como flotando, como los pastorcillos de Fátima, cuando se les aparece el ángel. Con el cuerpo en la tierra y el alma en el cielo y la alegría de saber que ya la redención del género humano estaba en su seno. No cabe mayor alegría.

Posteriormente, Simeón le anticipa un gran dolor y sabemos cómo pasa toda su vida unida al dolor y más tarde, cómo permanece al pie de la Cruz.

Transcurren unas horas desde que depositan el cuerpo de su Hijo en el sepulcro y sellan la entrada, hasta que al amanecer del siguiente día, muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, aparecen las mujeres y entrando no encuentran el cuerpo de Jesús.  María Magdalena, esa mujer que se ha vuelto “loca de amor” por su Salvador y que está dispuesta a todo, sale corriendo para avisar a los apóstoles.

Salió Pedro con el otro discípulo y fueron al sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró. Llegó tras él Simón Pedro… entonces entró también el otro discípulo que había llegado antes al sepulcro, vio y creyó (Jn: 20 1-8).

En el evangelio no aparece María el día de la Resurrección. ¿Dónde está María? No está con las mujeres y tampoco está con los apóstoles. Las mujeres están en el sepulcro, prontas para embalsamar el cuerpo de Jesús. Los apóstoles están escondidos por miedo a los judíos.

María y Juan acaban de estar, ambos, al pie de la Cruz. A Juan le ha dicho que tome a María como Madre hace tan sólo unas pocas horas. Juan está con María cuando depositan el cuerpo inerte de Jesús en el sepulcro. Pero no cree. Sólo cuando Juan entra en el sepulcro vacío, “vio y creyó”.

 A María Magdalena se le aparece en el sepulcro y le dice:

Suéltame, que aún no he subido a mi Padre (Jn: 20, 17).

María no está tampoco en el cenáculo donde su Hijo se está apareciendo, ya resucitado, a los suyos. ¿Dónde está María?

Sabemos que Jesús no ha subido todavía al Padre cuando se aparece a María Magdalena, pero seguro que antes de aparecérsela a ella, se apareció a su Madre. Juan y Magdalena necesitaban, urgentemente, pasar por el sepulcro y fortalecer su fe. María no lo necesitaba.

Y en esas horas amargas donde su Hijo está sepultado, y ella sola, donde realmente podía haber pensado que todo había sido un sueño… Ella tiene fe en lo que dijo su Hijo al anunciárselo a los apóstoles y fe en su Padre Dios, que sigue siendo su amadísimo Padre en el que permanece refugiada. Ahora sola con su Padre Dios y el Espíritu Santo, espera a su Hijo. Su fe, a pesar de la derrota, no ha vacilado.

¿Cómo fue ese encuentro? No lo sabemos, los evangelios nos lo velan. Pero, seguro que, para María, como en Belén, sería de una enorme intimidad. Entonces asistiendo al paso del Niño, de su seno a la humanidad y ahora, asistiendo al paso del Redentor, de la humanidad al Padre. María devuelve el Redentor a su Padre. El Todopoderoso lo puso en su seno y Ella se lo entrega con todo el mal redimido. Ya está cumplida toda la Promesa. Toda la gloria es para Dios. Ya estamos salvados.

Su dolor y la soledad han sido fructíferos, ya ha consumado su misión de Corredentora.  No ha dedicado ni un solo instante de su vida para Ella. Toda su vida unida a su Hijo. Toda su vida, para toda la humanidad.

María, sin pasar por el sepulcro, ya es plenamente feliz. Ya ha vencido, junto a su Hijo, a la muerte. El mayor dolor ha engendrado la mayor alegría. Con un corazón que ha pasado del llanto a la eterna alegría de volver a tener al ser más querido, vivo y para siempre. Para siempre. Para siempre. (Como decía Santa Teresa)

Con esa plenitud en su corazón, con ese corazón agrandado por el amor a su Hijo, es con el que nos ama y en el que todos cabemos.

La Resurrección nos devuelve la alegría a toda la humanidad. Se inaugura la era de la humanidad redimida. Ya no somos esclavos.

En la última Cena Jesús prometió a los once que no les dejaría huérfanos y que les enviaría el Paráclito. Y hasta la venida del Espíritu Santo, los apóstoles, permanecen alrededor de María. Y María que les ha concebido en el dolor de la Cruz, que les ha unido a su Hijo en los momentos de desesperación, de ausencia física, y que les ha comunicado su fe, seguirá cuidando de ellos.

Todos estamos llamados a ser testigos, como Juan, como María Magdalena y a ser parte integral de la Redención. Estamos llamados a quemar nuestras vidas por la Promesa, “para que todos se salven”. Para comunicarles que ya no tienen que llevar una vida miserable. A pesar de la sociedad o de las circunstancias en que vivan, porque las cadenas ya están rotas. Pero para eso, como Juan y Magdalena, tendremos que pasar por el sepulcro, para vaciarnos de nosotros mismos y ser capaces de acoger a Aquél que resucitó. Vaciarnos para creer.

Si fuésemos conscientes del salto cualitativo tan grande, que existe entre la irredenta humanidad y la nueva criatura que somos los cristianos. ¡Ay si fuésemos conscientes!

María en este mes de Mayo nos ayudará a “pasar por el sepulcro” y a ser enormemente felices con su Hijo resucitado. Con el rezo del Santo Rosario abriremos, con María, las puertas del sepulcro.