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Por Domingo Aguilera. Febrero 2021

El cielo abierto.

Durante la vida pública de Jesús en la tierra, el cielo se abre sólo dos veces: una en el Jordán cuando Juan bautiza a Jesús; y otra en el Tabor, cuando Jesús enseña a sus más íntimos colaboradores la gloria del cielo, para fortalecerles en lo que estaba por llegar. La realidad más inesperada para un Mesías: la muerte en la cruz.

Cuando el ángel toca la séptima trompeta que anuncia la batalla final (Apc. Cap. 11.Ver. 15 y siguientes) acaba diciendo en el versículo 19: “Y se abrió el templo de Dios en el cielo y en el Templo apareció el arca de la alianza; y se produjeron relámpagos, fragor de truenos, un terremoto y un fuerte granizo”. Y justo a continuación, sin solución de continuidad, habla de la Mujer (Cap 12 ver 1): “Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna a sus pies…”.y describe la última batalla y el triunfo final. El mal ya está definitivamente derrotado.

 María participa como parte fundamental de esa lucha, es la nueva Eva que le pisa la cabeza al diablo. Ella aparece, como Arca de la Alianza, al abrirse los cielos. Está allí para que los justos, para que sus hijos, podamos entrar en el reino de los cielos.

Y ¿Quiénes entran en el cielo?, En el Apocalipsis (capítulo 7 ver 13) se dice: “Éstos que están vestidos con túnicas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?… Éstos son los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre del Cordero”, que es la sangre de María.

El cielo lo abre definitivamente Cristo con su muerte y Resurrección. La muerte ya está vencida. Satanás también. Pero María participa en esa resurrección de una forma especial. Ella es la primera en recibir los frutos de la Resurrección, al ser la primera en recibir a su Hijo resucitado y actualizarse en Ella todas las gracias que había recibido como anticipo de la Resurrección, tales como su Inmaculada Concepción. Jesús quiere tenerla completamente a su lado.

Pero María no se va al cielo cuando Jesús asciende a los cielos. No por falta de ganas, sino por tener una misión entre los hombres, que somos incapaces de comprender y asimilar prontamente. Y pasa unos quince años en la tierra, hasta que los primeros, los apóstoles, la aceptan ya no como la madre del Mesías, sino como verdadera madre suya. Sólo entonces se va al cielo.

Ya puede administrar la Iglesia desde el cielo, porque la Iglesia es la fe de María en la historia. Ella es la Madre de la Iglesia y como tal no sólo es una Madre Misericordiosa sino que también es Dulce y acompaña a sus hijos durante todo el camino. Si están apartados, hará todo lo posible para que se acerquen a su Hijo, sin regatear oportunidades. Si tienen fe pero tienen faltas, antes de presentárselos a su Hijo, les construirá la túnica que necesitan para ver a Dios cara a cara. Y si se mueren en gracia de Dios, Ella les pondrá la túnica y los acompañará hasta la presencia de su Hijo.

A los humanos nos asusta lo desconocido. Podemos resistir el dolor, pero el paso de lo temporal a lo eterno, nos desconcierta, porque no tenemos experiencia de ello. Por la fe, sabemos que estar con Dios en la eternidad, es la meta más alta y el estado más maravilloso que podamos soñar. Esa es nuestra verdadera casa. Pero abandonar el tiempo… No estamos acostumbrados. Siempre hemos vivido en el tiempo, en el movimiento, y nos parece que no es posible vivir sin él. Nos aferramos al tiempo como al bien más preciado. Pero Dios nos hizo para estar con Él, no un poco, sino eternamente. Cara a cara con Él, para siempre.

Y ¿qué haremos en el cielo? Alabarle, bendecirle y darle toda la gloria a Él, junto con todos los ángeles y santos. En el cielo tendremos relaciones plenas con Él y con los ángeles y santos, porque en el cielo sólo hay relaciones. Y esas relaciones, ya las podemos establecer en la tierra. La pregunta surge de forma espontánea, ¿qué relaciones he establecido durante mi paso por la tierra? ¿Han sido relaciones de fe? o ¿han sido relaciones egoístas?, ese es el traje con el que nos presentaremos.

Por el pecado vino la muerte. Todos tenemos que pasar por ella. Pero si de verdad estamos redimidos, si Dios ha muerto por nosotros, si vivimos de fe, entonces la muerte está vencida: no moriremos. Comenzaremos una nueva vida, sin llanto ni dolor, solo el inmenso gozo de alabar a Dios y darle gloria por siempre. La muerte será entonces la ocasión para alcanzar la meta tanto tiempo deseada.

Toda la gloria ha de ser para Dios. La criatura no puede merecer la gloria. Toda la creación, los ángeles y los hombres, todos, han de adorar a Dios. Y María, mera criatura, también da toda la gloria a su Hijo. Ella no debe ser adorada por sí misma. Sin embargo, es tal la relación de fe establecida con su Creador, tal la identificación de esa criatura con su Creador, y es tal su contribución a la redención del género humano, que el mismo Dios ha querido conferirle un papel especial en esa redención: es la Puerta del Cielo.

No hay nada más maternal para María, que presentar las almas de sus hijos a su Hijo. Y qué fácil nos lo ha puesto Jesús, dándonos a su Madre como madre nuestra. Porque el cielo no es sólo para los ángeles sino también para los hombres, donde podemos ir si no nos empeñamos en no entrar. Sólo el pecado, nuestra voluntad de no querer a Dios, nos impide entrar en el Paraíso.

Conviene en este punto, recordar que los que se salvan vienen “de la gran tribulación”.

Pensar que podemos llegar al cielo sin pasar por la tribulación es de necios. Y si estamos sólo en las cosas de la tierra, nos comportamos como tales. No ver en los fracasos, en el dolor, en la pobreza, en la enfermedad, etc. la voluntad de un Padre amoroso, que quiere lo mejor para sus hijos, es no ver nada. Porque Dios nos quiere para el cielo, no para nuestras caducas metas en la tierra.

Vivir con nuestros ojos puestos en el cielo, aceptar la tribulación, ansiar el reparar por nuestros pecados y los de la humanidad, acudir frecuentemente a lavar nuestras túnicas en la confesión y blanquearlas con la sangre del Cordero en la sagrada comunión, ese es el único camino. No nos engañemos, no hay otro camino para alcanzar la Paz eterna. No hay otro.

Y recorrerlo con María, es la seguridad de llegar al paraíso y entrar por “la puerta grande”.

Al cielo llegaremos de la mano de María.