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Por Domingo Aguilera. Diciembre 2020

En el libro, “A father who keeps his promises” Scott Hahn, un teólogo converso estadounidense, plantea la diferencia entre las alianzas entendidas desde el punto de vista de una mentalidad moderna o desde una mentalidad hebrea antigua. El hombre moderno sabe mucho de contratos y muy poco de  alianzas con Dios. Y nos conduce a través del Antiguo Testamento a entender cómo Dios es un Padre amoroso que quiere hacer una alianza con sus hijos, “a toda costa” o con palabras de Santa Teresa, que “Dios no se muda”.

Yahvé siempre mantiene la Alianza hecha con sus enviados, aunque estos fallen y no las cumplan. Y con una pedagogía divina, tras un tiempo de espera con sus hijos, como en la parábola del hijo pródigo, vuelve a encontrarlos y les envía otro elegido…que vuelve a dar otra vez la espalda a Yahvé.

Lo que los judíos no entendieron y quizás nosotros tampoco es que “Él nunca se muda” y que hacer una alianza con Él es alcanzar la libertad plena. La Alianza con nuestro Padre Dios, así vista, es un sacramento.

Scott pone un ejemplo con el matrimonio, que define como la alianza de dos personas con Dios. No como un mero contrato entre dos personas. El contrato entre dos personas se celebra para intercambiar bienes concretos y tiene caducidad. Pero la Alianza se hace con Dios y es eterna. Es entre personas, “tú eres mío y yo soy tuyo”, entrega sin límites, con toda la libertad que da el no contar nuestras limitaciones como verdaderos obstáculos, sino con la fuerza que da el amar al otro como es, en la confianza de un Padre que todo lo puede.

Y esto me da pie para volver nuestra mirada hacia el Antiguo Testamento, a veces tan olvidado, para que consideremos con una nueva perspectiva una gloria de María, que rezamos en la letanía lauretana. María como Arca de la Alianza.

Eloy Tejero en su artículo titulado “María, Arca de la Alianza” (Scripta de María, serie II, nº X, año 2013, nos describe con mucho detalle como la primera Alianza la hace Yahvé con Abram. (A Adán le hace la Promesa de enviarle un Salvador, tras el pecado). A Abram, sin descendencia y ya entrado en años, le comunica que su descendencia será mayor que las arenas del mar. Y le cambia el nombre. “Ya no te llamarás Abram sino Abraham”. Y Abraham será el inicio del pueblo escogido, al que Yahvé marca en el cuerpo y en el alma.

Cuando Jesucristo dice que “Abraham se regocijó  pensando ver mi día, lo vio y se alegró…respondió Jesús, en verdad, en verdad os digo: Antes de que Abraham naciese, existía yo” (Jn. 8, 6-58). Abraham ha visto cumplida la Alianza en Él, por la fe. Ese conocimiento tan real como el de la inteligencia, pero que transciende el tiempo. La fe se mueve en la verdad, no puede variar de objeto, aunque nosotros en este valle de lágrimas si podemos crecer en ella o incluso perderla.

Posteriormente, sabemos cómo el pueblo de Israel deja de creer en esas promesas, y cómo Yahvé vuelve a renovarlas, con Moisés, con David…

Es impresionante con que detalle Moisés construye el Arca, de oro puro por dentro y por fuera siguiendo las indicaciones que el propio Yahvé le dicta. Y dentro depositan, junto a la vara de Aarón, las tablas de la Ley. Y dice Eloy Tejero, “Las tablas que expresan la Palabra definitiva del Padre que es el Verbo de Dios encarnado en las entrañas de María; también se depositó el maná, el pan bajado del cielo, preanuncio de que en el vientre de la Virgen se custodió el verdadero pan del cielo”. Es a partir de aquí como Eloy Tejero identifica el Arca de la Alianza con María.

Y lo que tantos años el pueblo elegido lleva en andas peregrinando por el desierto y es el centro de su identidad como pueblo, toma forma en María, que es parte esencial de la Alianza: La Mujer, en la Promesa del protoevangelio.

La historia del Antiguo Testamento es la historia de la alianza entre un Padre y sus hijos, donde los hijos no entienden a su Padre, porque piensan en sus pequeñeces y no en la liberación del pecado. Les falta fe. El hombre rompe sucesivamente la alianza con Dios, no quiere darle a Él la gloria. ¡Qué dolor! ¡Qué enorme disparate! ¡Qué locura!

Dios Padre merece toda la gloria, solo Él merece toda la gloria. Y esa gloria definitiva se la da el Hijo realizando una Alianza plena con el Padre. Alianza en la que el Hijo asume todos los pecados de todos los hombres, de todos los tiempos, muriendo en la cruz. Es la Alianza del Nuevo Testamento, que ya no se romperá jamás, y en la que el mal en toda su extensión es vencido definitivamente. El Padre ya no enviará mensajeros a los hombres. Y los hombres, el pueblo escogido, cada uno de nosotros, ya no tendrá excusas para vivir en las tinieblas. Esa Alianza es la que de verdad nos hace ser dioses, verdaderos hijos de Dios, no aquel engaño de la serpiente del “seréis como dioses”.

Y como signo de esa Alianza, Dios Padre, a los hombres, nos da a su Hijo en la Santa Misa y en los sacramentos. Dios no se muda, se entrega y se entregará sin medida a todos. Pero nosotros, esos dones los podemos tomar como algo contractual, en lo que regatearemos con los derechos y los deberes, o como un don eterno. La diferencia está en la fe. Está en saber que toda nuestra vida puede ser una maravillosa aventura de liberación y amor con el mejor Padre que podamos soñar, si hacemos con Él una alianza en la fe.

Monseñor Fernando Ocáriz, en Scripta de María, serie II, número I del año 2004, “María y la Eucaristía” nos dice  que “La mediación de María no se configura como sacerdocio ministerial ni como sacerdocio común, sino como una participación única y eminente en el sacerdocio de Cristo, correspondiente a su maternidad divina y a su maternidad espiritual sobre la Iglesia”.

Es por esto, que María está presente en todas las Misas. María no puede consagrar las especies. Sólo el sacerdote con sus palabras, hace presente a Jesucristo en las especies sacramentales.

Pero la Misa sin María no sería el sacrificio de su Hijo. Ella está unida de forma inseparable al sacrificio de la Cruz y nadie podrá separarla de su Hijo. La Iglesia sin María no sería el camino de salvación. Porque María es la que, con su entrega, hace que la redención sea posible al concebir al Hijo. La Iglesia es la fe de María en la historia.

Así que, María ejerce su sacerdocio ofreciéndose Ella misma al Padre, junto a su Hijo, y junto a los hombres en cada Misa.

También realiza su especial sacerdocio acompañándonos en todas nuestras acciones sacerdotales, como son las de llevar almas al cielo y aquellas en las que nos ofrecemos a Dios. En cada Misa, cada día, no se recuerda la Alianza que hizo el Hijo con el Padre, sino que se renueva. María está allí presente junto a su Hijo, esperando que también nosotros renovemos, hagamos ese día una nueva alianza con nuestro Padre Dios. Así se “retorna” toda la gloria a Dios. El Sacrificio de la Misa es la acción más sagrada que los hombres podemos ofrecer a Dios. (San Josémaría)

¿Qué pasaría si se ofreciesen más Misas a Dios y participásemos más personas con más devoción? Y ¿Qué sería de la humanidad sin Misas? Esa es la batalla que describe el Apocalipsis con todo detalle. ¡Cuánto interés tiene el diablo en que no se celebren Misas!!!. O que la Santa Misa pierda su sentido sacrificial y de entrega plena.

María está especialmente presente cuando hacemos libremente una alianza con su Hijo, cuando con fe nos entregamos a Él, cuando confiamos plenamente en que Él, que nos ha llamado, quitará todos los obstáculos que nos impidan llegar a Él. Tanto la vocación matrimonial, como la sacerdotal, como la entrega a Dios, es una alianza: Es el ejercicio máximo de la libertad que puede hacer una criatura. Vivir de fe, sin cuerda de seguridad.

Así la vocación,  su llamada, lo que Él nos pide, la podemos ver como un deber, como una carga, o como la maravillosa y única oportunidad para celebrar una alianza personal y continua con nuestro Padre Dios, que nos llevará como a José y a María, a desgranar segundo a segundo la vida más plena, e intensa jamás soñada.

Y  María será el testigo de esa Alianza, que Ella guardará en su corazón.