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Por Domingo Aguilera. Noviembre 2020

En la plegaria Salve Regina, ese compendio de fe de la criatura en su Madre, recitamos: “Dios te salve reina y madre de misericordia”. La invocamos como madre misericordiosa. Además, el papa Francisco la ha incluido en las letanías del santo rosario, tras promover un año de misericordia.

Ya hemos contemplado cómo María pasa de ser solo la madre del Maestro, a ser la madre de los discípulos en la figura de Juan, para, a continuación, ser la madre de la herencia de Jesucristo a la humanidad, que es la Iglesia. La fe de María en la historia. María no es una madre a la que se le entregan muchos hijos y hace lo posible por tenerlos aseados y darles un bocadillo. María es una madre misericordiosa con cada uno de sus hijos.

Tú y yo también podemos ser misericordiosos, porque la misericordia es una cualidad del corazón que lleva a comprender y asumir la miseria del otro, compadecerse de corazón. Pero nuestra misericordia es muy selectiva y pequeña. Aceptamos la miseria del otro si no es demasiado molesta para nuestra imagen, para lo que creemos ser, y si esa miseria del prójimo nos conviene para aumentar nuestra “bondad”. Aunque con los “otros”, con los que no son “como yo pienso que tienen que ser” somos inmisericordes. Por eso, el Papa Francisco nos propuso en la plaza de San Pedro durante la pandemia y posteriormente en su encíclica Fratelli Tutti, como nuevo objetivo, el cuidado del otro.

La misericordia de María nace de su corazón. Y ¿qué guardaba María en su corazón?

Como vimos en capítulos anteriores María guardaba en su corazón todo aquello que tiene que ver con su Hijo y nosotros, con lo que hace Jesús por nosotros y lo que hacemos nosotros con Él. Con las relaciones que establecemos con la Santísima Trinidad a través de su Hijo.

El corazón de la Madre late con el corazón del Hijo y ese corazón será partido por una espada cuando al Hijo le atraviesen con una lanza, como afirma Simeón Metafrastes recogiendo una tradición oriental.

No podemos separar el corazón de María del Corazón de Jesús. Como dice el padre Croisset “El corazón de María por las gracias que ella obtiene, purifica a las almas que no lo son y las pone en disposición de ser recibidas en el corazón de Jesús… Sin un gran cariño a la Santísima Virgen no se debe esperar nunca tener acceso al corazón sacratísimo de Jesucristo”.

Y ¿Qué hay en el corazón de Jesucristo?

Sabemos que el Padre nos entrega a su Hijo para que nos redima y que el Hijo no sigue ese mandato a regañadientes, sino que siguiendo la voluntad de su Padre, nos ama como Él, con locura, con un amor hasta la muerte y muerte de cruz. Y que nos ama con misericordia. “Misericordia quiero y no sacrificios”.

Así, el corazón de Jesús se compadece de mi miseria, y, si se la entrego, me limpiará y me pondrá un traje nuevo y matará el carnero cebado para mí y lo comeremos en una gran fiesta que nunca tendrá fin.

Purificarnos. Necesitamos purificarnos. Que no es sentirse bien con uno mismo, aunque eso pueda ocurrir, sino entregar nuestra miseria, a veces poco a poco o a veces a carretadas. A pesar de que, en ese proceso, tengamos que dejar jirones de nuestro orgullo colgados de la cruz.

Esa purificación pasa por el sacramento de la penitencia. Que es la locura de un Dios que perdona a sus criaturas. Que no tiene en cuenta la miseria de su criatura y que la limpia, y la eleva casi a su dignidad. “Tú eres mi hijo”, no dice “Seréis dioses” que eso es lo que dice el demonio, el mal ontológico, el mal absoluto sin mezcla de bien. El diablo nunca viene de frente, sino entrando por los portillos que dejamos abiertos, para decirnos que somos los dueños y señores de nuestro destino… sin Dios.

Cómo ha calado este mensaje en nuestra sociedad miedosa. Confiamos en la ciencia como si ella tuviese la última palabra sobre nuestro futuro ¡Qué miedo a morir! Como si la casa del cielo fuese horrorosa. Como si encontrarnos con nuestra Madre y con un Padre que nos quiere con locura y que todo lo puede, sí todo, fuese una bagatela.

Continúa la Salve ”vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos…”.

Mirar a María es purificar nuestra mirada en Ella. Los ojos de María, que han contemplado, segundo a segundo, toda la vida del Hijo de Dios en la tierra y la vida de todos aquellos primeros seguidores de su Hijo, ¿Cómo miran? Porque nosotros miramos con ojos deformados por nuestras miserias.

María siempre miró con fe. Toda su vida puesta en las manos de Dios, sin cuerda de seguridad, fiándose totalmente de su Padre Dios. ¡Qué pocas seguridades tuvo María en su vida!, viajes peligrosos, pobreza extrema para no poder dar a su Hijo ni una cuna, más pobreza y dificultades en Egipto, etc. Pero siempre se fio de su Padre Dios.

Podemos pedirle que nos cambie la mirada, que no nos quedemos en lo terrenal, sino que, mirándola a Ella, nos demos cuenta de todo lo inmensamente bueno que nos tiene preparado su Hijo, si le miramos con fe.

Mirarla así, nos llevará a meternos en su corazón. Y entonces, como a Jacinta en Fátima, Ella nos preguntará si estamos dispuestos a salvar más almas de pecadores.

Jacinta le dijo que sí, que estaba dispuesta a sufrir más y a hacer más sacrificios por salvar almas. Y mirándola a los ojos, nosotros ¿qué le diremos?

Sabemos que nuestro mundo occidental es individualista. Tendemos a vivir egoístamente cuando somos jóvenes, y aislados cuando somos viejos. Unos de forma Nihilista “para disfrutar de la vida” y otros con una soledad sobrevenida, sin familia, en una residencia o en su casa.

Mirar a María nos llevará entonces a mirar a los demás desde la fe, con misericordia. Vivir para los demás. Este es el secreto para ser felices, vivir creciendo en los “otros”, para ser más en Dios.

María no sólo nos acompaña en la tierra, sino que, por su gran misericordia, intercede ante su Hijo para sacar almas del purgatorio, contando con nuestra colaboración, y llevarlas al cielo. Es una Madre que necesita de sus hijos para llevar más almas al cielo.

Con María sí podremos ayudar a los que nos rodean a ser plenamente felices. Sólo tenemos que presentar nuestros prójimos a María y presentar María a nuestros prójimos. Y pedirle especialmente en este mes por las almas del purgatorio. El resto lo pone Ella.