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Por Domingo Aguilera. Septiembre 2020

 Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, no estaba sujeto a la ley del pecado y por lo tanto a la ley de la muerte. María, concebida sin pecado original y que recorrió el camino de la vida sin mancha de pecado, tampoco.

María fue preservada del pecado original. Jesús no solo no tuvo pecado sino que Él es el autor de la gracia. El que borra el pecado del mundo.

¿Cómo miraría María a la muerte?

En septiembre la Iglesia celebra cuatro fiestas de María:

  1. La Natividad de María el día 8
  2. El dulce nombre de María el día 12
  3. La Virgen de los Dolores el día 15, y
  4. Nuestra Señora de la Merced el día 24

Y me parece oportuno traer esta petición a nuestra Madre. “ Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte”

Cristo no olvida los pecados, no hace como que no los ve. Los tiene presentes y los borra, los elimina, si nosotros se lo pedimos. Jesucristo obedeciendo al Padre  nos redime, con una muerte de cruz. Y con ella satisface por todos los pecados de todos los hombres de toda la historia. Tenemos un Dios que perdona, que nos perdona a nosotros. Hablando en lenguaje humano, es lo más de lo más.

Cristo trata a la muerte de forma distinta que nosotros, según vemos en los evangelios:

A la viuda de Naim con solo acercarse a su hijo lo resucita. A la hija del centurión desde la distancia, “no lloréis, la niña no está muerta”, la resucita. Y a Lázaro lo resucita cuando ya hiede, con un grito. Un mandato que la muerte tiene que obedecer. Y cuando Él muere también da un fuerte grito. Es la victoria final sobre la muerte.

El hombre fue creado para no morir. Sólo el pecado trajo a la humanidad la muerte.

Jesús mira a la muerte desde fuera, nosotros desde dentro. Nosotros tenemos que morir, porque tenemos que vivir fuera del pecado. La muerte así contemplada es la puerta a esa nueva vida en la que ya no existe el tiempo.

María tiene una experiencia cercana con sus parientes y especialmente con José, y sabe que las almas de los justos, de los que tienen fe,  estarán siempre con Dios.

Y María, que seguiría de lejos a Jesús con las otras mujeres, que sabe que ha hecho esos milagros de resucitar muertos, no vacila en estar con Él cuando llega su hora. Es testigo de cómo su Hijo afronta la muerte sabiendo que es el dueño de la vida. Y por lo tanto María también mira a la muerte desde la distancia. Junto a su Hijo y desde la fe.

La muerte nos sobrecoge, es un paso que tenemos que dar sin la posibilidad de autoengaño. Es la realidad más profunda de lo que somos y nos sobrecoge. Pero la muerte nos libera de nuestras cadenas si la aceptamos como el paso a la Vida.

María también vence a la muerte y vence al pecado. Ese abismo de iniquidad al que el demonio quiere llevar a tantas almas. El demonio sabe que va a perder, pero no está dispuesto a ceder. La Mujer, María madre de la Iglesia, vence a la serpiente.

María quiere estar con nosotros en la hora de nuestra muerte. Quiere ayudarnos a quitarnos el traje que ya no sirve. Y si no hemos creado relaciones con Ella, durante nuestro devenir en la tierra, lo intentará en ese momento. Por Ella no va a quedar.

También quiere quitarnos los miedos. Con los apóstoles estuvo quince años. El tiempo necesario para que ellos no tuvieran miedo. Para que se convencieran de que Ella era su madre y saliesen del refugio donde estaban encerrados, “por miedo a los judíos”.

Y cuando se convencen de que su Madre está con ellos, cambian los miedos por certezas. La certeza de que la vida en esta tierra es un tesoro para conseguir la vida eterna. Tesoro que podemos convertir en unas pocas monedas, si las escondemos. O hacer realidad la paradoja de que “quién pierde su vida por mí, la ganará”. Eso es lo que tenemos que pedir a María en estos tiempos de oscuridad.

Qué mal lo estaría pasando Santiago en Hispania para que Ella se “desplazara” hasta Zaragoza, en cuerpo y alma. Y Santiago será desde entonces una columna de la Iglesia.

Estos tiempos, en los que carecemos de certezas humanas, en los que parece que todo se hunde, son la gran ocasión para vivir de fe. Y enseñar a los demás a tener miedo sólo al pecado. Miedo a perder el alma, no el cuerpo, que perderemos más tarde o más temprano.

Surge entonces una posibilidad para este mes: Rezar muy despacio, con María, tres avemarías cada día. Y proponérselo a nuestros prójimos, familiares y amigos.

Establecer una relación con María en la libertad, no en el miedo. Eso es el avemaría. Que importante es rezar el avemaría. Especialmente los enfermos y con los enfermos. Es la última oportunidad para que el alma se agarre a la fe y deje las tinieblas.