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Por Domingo Aguilera Pascual. Junio 2025

 

A los cuarenta días de su Resurrección, Jesús ascendió a los cielos y junto con su cuerpo se fue al cielo. Los apóstoles ya no podrían tocarle, ni meter su mano en su llaga del costado. Tampoco podrían escuchar aquella voz tan familiar y querida.

Sin embargo, antes de ascender, les dijo claramente que su marcha al cielo con su Padre era necesaria y que sería un gran bien para ellos. Palabras difíciles de entender, porque no podían concebir mayor felicidad que la de estar con el Maestro, que ya era su Amigo. Habían pasado la durísima prueba de la cruz y no podían pensar en otra cosa que fuera mejor que estar con el Amigo resucitado. Ya habían crecido en la fe en Jesús.

Pasaron diez días, que se les hicieron muy largos, reunidos en el Cenáculo por miedo a los judíos. Por un lado, estaban felices, pero notaban que les faltaba algo.  Sólo sentían que María estaba con ellos. La Madre del Maestro estaba con ellos y su sola presencia les traía tantos recuerdos, mezcla de miserias y de alegrías, que les ayudaba a soportar la incertidumbre de su futuro.

Eran demasiadas emociones y tantos recuerdos, que no fueron capaces de entender la profundidad de aquellas palabras a Juan: “He aquí a tu Madre”. Ciertamente Juan la recibió en su casa, María estaba con él en el Cenáculo, y la tomó como madre.

Y estando reunidos (en oración) vino el Espíritu. Espíritu que solo María conocía y al que trataba desde su más tierna infancia. Aquél Espíritu, que un día la pidió permiso para asumir en sus entrañas al Hijo, venía ahora para colmar la inteligencia y el amor personal de todos ellos con el don de sabiduría. El Espíritu venía para quedarse en la Iglesia, para estar con ellos y para fortalecer su inteligencia con los siete dones. Por fin ya sabían quiénes eran ellos: Hijos de Dios y libres para amar. Ahora encajaba todo, acababan de entrar en el Misterio y descubrir lo que nunca imaginaron: ni ojo vio ni oído oyó. Ya no tenían miedo.

Entonces ¿Por qué María no subió al cielo con su Hijo? Si todo estaba consumado, si la Redención ya estaba completa y si Ella que era la Corredentora con su Hijo, ya había completado su vocación ¿Qué faltaba?

Algo grande tuvo que ser para que María permaneciera unos quince años en la tierra como una viuda judía, alimentada y mantenida por Juan, para que Ella permaneciera ese tiempo con los apóstoles.

Esos quince años fueron los necesarios para que los apóstoles pasaran de tratarla como la Madre del Maestro a considerarla, a tomarla, como su Madre.

Ese fue el tiempo de la Iglesia. Todos los apóstoles ya tenían claro quién era la Reina del Universo. Aquella que había recibido de su Hijo el amor desbordante que le pedía el último paso en su vocación: ser la Madre de la Iglesia.

Y María dijo nuevamente que SI. Su Hijo ya sabía que Ella nunca había dejado el más mínimo resquicio para que su propio YO no estuviera completamente en sintonía con su Persona. De hecho, Ella manifestó lo que realmente era, en su más profunda intimidad personal, cuando apareció el Ángel y dijo: “He aquí la esclava del Señor”.

Ahora, María recibe un premio como Reina del Universo redimido, que inmediatamente acepta y dona a todos sus hijos. María nos acepta como hijos suyos en el Espíritu Santo.

Nos acepta como distintos y únicos. Cada uno de nosotros somos un tesoro para Ella, que no sabe olvidar. Es la Madre que, cuando llega un hijo suyo, lo cubre de besos para que su Hijo le vea digno de entrar en la Beatitud. Sólo la separa nuestra libertad empecinada en rechazar a su Hijo. Porque sólo podemos entrar en el cielo si aceptamos ser sus hijos.

El Hijo la hizo Corredentora con Él y el Espíritu Santo la hizo Medianera de todas las gracias, para que administre sus dones y todos los hombres se salven.

“María más que tú, sólo Dios”.