Junio 2024. Por Domingo Aguilera
En el Protoevangelio Dios Padre decide que la ruptura, por parte de la humanidad de la relación con Dios, ha de restaurarse por una Mujer cuya descendencia aplastará la cabeza del dragón (Gen 3, 15). De Ella brotará un nuevo linaje: la raza de los hijos de Dios.
En esa escena la Mujer no habla, sino que escucha esa Palabra, que por ser divina es verdadera y eficaz. Ella es la Promesa que procede de la Palabra de Dios
En el evangelio de s. Juan se nos dice que el “Logos se hizo carne” (Jn 1, 14), que vino a redimirnos y a crear esa nueva raza. Benedicto XVI atribuye a la palabra logos un doble sentido: por un lado, es la Palabra y por otro es la Razón, no en el sentido que da a esta última palabra la Ilustración y otros pensadores modernos, sino en el sentido griego de pensamiento recto.
Todo acto divino es creativo, tiene una finalidad y se cumple necesariamente. Esto significa que cuando Dios Padre pronuncia la palabra “hágase” el universo es creado, es decir no podía no crearse o crearse de otra forma.
Los humanos hemos sido creados de materia del universo, tenemos los mismos átomos y partículas elementales que los animales y las plantas, pero fuimos creados libres. Nuestro acto de ser es libre, el acto de ser del universo, no. Cada persona es un acto de ser superior al acto de ser del universo, es decir, tiene mayor amplitud y dignidad que este, pero además ejerce esa actividad libremente.
La promesa de la liberación del pecado, esa nueva oportunidad de volver al Padre, de poder mirar de tú a tú a nuestro Padre Dios y de no morir, se le vuelve a conceder a toda la humanidad en una Mujer.
La grandeza de María es que Ella escuchó la Palabra, el Logos, y la aceptó libremente.
“El Señor me creó antes que empezara su creación, antes que a ninguna de sus obras. Me formó desde los primeros tiempos, al principio, antes que formara la tierra. Nací antes que fueran creados los grandes mares, antes que surgieran los manantiales de abundantes aguas, antes que los montes y las colinas fueran formados, yo ya había nacido, antes que Dios creara la tierra y sus campos y el polvo con el que hizo el mundo. Yo estaba allí cuando Dios estableció la bóveda celeste y trazó el horizonte sobre las aguas. Yo estaba allí cuando estableció las nubes en los cielos y reforzó las fuentes en las profundidades de los mares. Yo estaba allí cuando Dios puso límite a los mares y les mandó no salirse de sus bordes, yo estaba allí, a su lado. Yo era su continua alegría, disfrutaba estar siempre en su presencia; me alegraba en el mundo que el Señor creó; ¡me gozaba en la humanidad! Cuando estableció los cielos, allí estaba yo (Pb 8 22-31)”. Estas palabras que se dicen de la Sabiduría se refieren tradicionalmente al Espíritu Santo, que es la Réplica del Padre y del Hijo.
María es la Esposa del Espíritu Santo desde siempre, puesto que el Espíritu Santo no ha asumido como tal a María, en un momento dado de la historia, sino que Ella es la Mujer que estaba allí para redimir a la humanidad.
María es ese silencio acogedor capaz de crecer en el Espíritu y recibir en su seno virginal a Aquél que es el Emmanuel.