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Macky Arenas - publicado el 12/02/22

A veces, es inspirador y sanador contar las propias experiencias

Durante el tiempo en que viví en Francia, por allá, a fines de los años 70, tuve la invaluable oportunidad de acudir en peregrinación con  el grupo que salía de la ciudad de Toulouse, donde residía. A partir de ese momento, mi percepción de lo ocurrido en ese lugar cambió completamente. Para mí, Lourdes era un icono como sitio de oración, al que todo católico debería visitar alguna vez en la vida. 

Siendo muy joven, nunca me planteé buscar allí sanación física. También pensaba en Lourdes como la gruta tantas veces visitada por generaciones enteras de abuelas de la familia y mi curiosidad por conocerla crecía a medida que esas ancianas sabias me relataban de niña los prodigios que habían oído ocurrían allí.

De esa manera, mi disposición a compartir con ilusión lo que fuera que viera, era muy sincera. No era una turista más pero tampoco una ingenua que esperaba ser testigo excepcional de algo sobrenatural. Simplemente, quería visitar y rezar a esa Virgen cuya imagen mis ancestros, muy admiradores de Francia y de la historia de Bernardette Soubirous, tenían siempre en sus mesas de noche.

El primer impacto

Corría el año 1975. Hacía frío. Acompañando nuestra delegación iba  Monseñor Jean Guyot, Arzobispo de Toulouse, al que tiempo antes había tenido el placer de conocer.

Una vez llegados a Lourdes, nos unimos a una procesión que me pareció gigantesca. Nunca había visto nada igual. Una auténtica lengüeta de luz llenaba varios kilómetros. Digo de luz pues cada uno llevaba su vela encendida, protegida por una especie de brisera que impedía al candil apagarse por el soplo del viento nocturno. Me maravilló la intensa atmósfera de fe y respeto que envolvía aquella marea humana que se dirigía a la gruta y en la cual yo, literalmente encandilada, participaba. Hasta este punto, era una procesión como cualquier otra, aunque  de dimensiones considerables.

Al día siguiente, las gráficas de primera página de los diarios recogían la impactante multitud que semejaba un caudaloso y largo río vestido de plata debido a los reflejos de las miles de velas encendidas.

Pero hubo algo que comencé a notar y fue lo que más me sorprendió. Cada grupo de personas que iban llegando, naturalmente,  se anexaba al grupo de quienes hablaban su idioma. En mi caso, ya que acompañaba al grupo francés, permanecí con ellos. Pero mayormente la gente se agrupaba para ir rezando el Rosario de acuerdo a su lengua. Por ello, cada grupo era muy nutrido.
 

La derrota de la Torre de Babel

Y, de repente, algo impresionante escucharon mis oídos: en lugar de rezo aquello sonaba como un canto hermosísimo, una melodía celestial entonada por todos nosotros, tanto por quienes guiaban como por quienes respondían a la oración. No había nada que desentonara, nada discordante que pareciera un caos lingüístico.  Aunque, poéticamente, la oración pueda ser música a los oídos divinos, esto que escuchaba no era rezo, era claramente un acompasado y sólido canto.

Allí, la Torre de Babel fue derrotada por un sonido sublime. Era electrizante. De toda esa inmensa masa de personas  rezando lo mismo en tan distintos y numerosos idiomas, no había nada disonante sino que emergía una canción perfectamente afinada, como si estuviera entregando un regalo único a la Virgen. Tal parecía que Ella dirigía aquel increíble  coro. Permanecí, al compás general, recitando mecánicamente las cuentas del Rosario pues mi mente intentaba, sin éxito, descifrar lo que estaba escuchando.

Nunca he vuelto a vivir nada parecido.

Una atmósfera electrizante

Una vez dentro de la inmensa basílica, por las  decenas de puertas iba entrando el gentío. Una vez repleta de la expectante feligresía, comenzó la ceremonia. Perdí la cuenta de cuántos sacerdotes, obispos y arzobispos caminaban en la procesión hasta el altar. Ciertamente, una de las celebraciones más solemnes y numerosas que he visto…y he visto bastantes. Otra vez aquella atmósfera de intensa fe que impedía la más mínima distracción. Algo electrizante. Aún me sobrecoge recordar aquél ambiente.

Antes, había desfilado un número indeterminado de enfermos que avanzaban hacia los primeros puestos, muchos de ellos en camillas, ayudados por los voluntarios de Lourdes, debidamente ataviados con sus uniformes y distintivos, siempre solícitos, pendientes de los enfermos.

En los rostros de aquellos que sufrían no se percibía pesimismo ni resignación; todo lo contrario, más bien parecían inspirados y esperanzados llegando a la Eucaristía, al pie de la Virgen. Otro de los momentos en que mi alma se estremeció ante tanta manifestación de confianza en la Providencia. Éramos una real Asamblea de creyentes orando juntos, enfermos y sanos.

El “Effetá” de nuestros tiempos

Al terminar la Misa, fuimos a la gruta. Estando allí, observaba atónita los cientos de gafas –espejuelos, anteojos- que colgaban a los lados de la imagen de Nuestra Señora de Lourdes, los cientos de miles de muletas, todo dejado allí, apretado por la falta de espacio, en testimonio de gratitud a la Virgen por los milagros obrados en esas personas para recobrar su salud. Allí asumí, por primera vez,  la verdadera dimensión de la presencia y significado de la Virgen de Lourdes en la vida de tantas personas. Era como ver los milagros sin haberlos presenciado.

Eran muletas y gafas viejas,  desgastadas, que hablaban de seres humanos humildes y sufrientes por muchos años quienes, una vez curados, dejaban la prueba de su enfermedad allí, como para que otros fueran partícipes de su curación.  

Ciegos, paralíticos, entre otros desdichados, acudían a la gruta con fe inquebrantable en que sus aguas los curarían. Y así fue. Ignoro cuántos habrán ido hasta allá sin obtener lo que pedían. Los designios de Dios son inescrutables para nosotros. Pero esos testimonios dejaban constancia de la inmensa cantidad de gente que sí fue regalada con el don de la salud. Fueron muchos quienes escucharon el “¡Effetá!” que les permitió abrirse a una vida más nueva, más digna y plena. Un regalo de Jesús  por la intercesión de su amada Madre.

“¡Puede hablar!”

Aún me quedaba algo más por ver. En realidad no lo ví, lo escuché.

Aún alucinando en aquella gruta, sentí un alboroto muy cerca. Inmediatamente caminé hacia el grupo que rodeaba a un señor quien gritaba a todo el que lo quisiera oír: “¡Puede hablar!”, frase que repetía  poseído por una emoción incontenible. Por fin, alguien explicó lo ocurrido: había traído a su hija sorda y muda la cual, al salir de las aguas de aquel santo lugar, llamaba a su padre con voz nítida y fuerte.

No puedo, por supuesto, decir que vi directamente el fenómeno; tampoco que conocía aquella historia. Pero todos los que presenciaron el hecho estaban igualmente estupefactos. Todo el mundo se puso a rezar acompañando a aquél padre en su alegría, dando gracias al Cielo.

Es lo más cerca que he estado de un milagro. Me refiero a milagros de ese tenor. Porque milagros cotidianos de gran calibre los tenemos día a día, en nuestras familias, comunidades y países donde la gente lucha por su dignidad, confiando en el Señor y donde la solidaridad se manifiesta hacia los enfermos y desposeídos. 

De hecho, eran milagros aquellos rostros que vi en Lourdes de enfermos esperanzados, llenos de profunda fe llegando a la Virgen buscando la sanación de sus cuerpos. Porque su alma ya iba sana. La mía, ganó en fortaleza y madurez.