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En 2021 se cumplirán 250 años de la creación de la Orden de Carlos III, el máximo honor otorgado por España, protegido por «María Santísima en su Misterio de la Inmaculada Concepción»

José María Ballester Esquivias
 
 

El 19 de septiembre de 1771, el rey Carlos III emitió un decreto, constitución fundacional según el vocabulario de la época, que empezaba con una nítida afirmación de su fe católica –«hemos procurado manifestar al Omnipotente con íntimas y públicas acciones de gracias»– y en el que  agradecía a Dios el nacimiento del infante Carlos Clemente Antonio, primer hijo del matrimonio formado por los entonces príncipes de Asturias, los futuros reyes Carlos IV y María Luisa; un infante que moriría a la temprana edad de 3 años. Y aprovechó lo que aún era un feliz acontecimiento para sentar las bases de lo que hoy sigue siendo el máximo honor otorgado por España. Con estas palabras lo especificó: «Hemos determinado dejar a nuestra posteridad un público y permanente testimonio de nuestra profunda gratitud y reverencia al Altísimo […]; instituyendo y fundando, bajo la protección de María Santísima en su Misterio de la Inmaculada Concepción, cuyos especialísimos devotos nos gloriamos de ser, y a la sombra de cuyo patrocinio hemos puesto todos nuestros vastos dominios: una Real Orden Española denominada de Carlos Tercero». Una orden que, desde aquella fecha, ha sobrevivido a una decena de regímenes; solo fue suprimida en 1931 y restaurada en 1942. También siguen en pie las formas de la condecoración, con la imagen de la Inmaculada en su núcleo, que adopta los colores tradicionales de esa Virgen (azul claro y blanco), plasmados en cinta para los grados de caballero, oficial, encomienda, en placa para los titulares de la encomienda con placa, y en banda para los de gran cruz. La excepción es la banda de los titulares del collar –el grado máximo–, en la que predomina el azul claro, rodeado de un filo blanco. Es la que el rey, gran maestre de la orden, luce en los actos de mayor solemnidad.

Como se desprende del decreto, el motivo inmediato de la fundación de la orden es agradecer el nacimiento del infante Carlos Clemente Antonio. Sin embargo, hay asimismo un doble trasfondo, espiritual y político. De vida matrimonial feliz y estable –a diferencia de otros borbones–, no era, sin embargo, beato o devoto. «Era sincero creyente», asegura a Alfa y Omega José Luis Sampedro, numerario de la Real Academia Matritense de Genealogía y Heráldica, que cree que el rey «asume el compromiso de la dinastía española con la proclamación del dogma de la Inmaculada, tan discutido por unos y otros (muy señaladamente, franciscanos y dominicos) y que se retrasaba en Roma; Felipe IV luchó mucho en su favor y esta tradición estaba muy presente en España». Trasladado el caso al plano político, conviene recordar que en 1759, año del advenimiento de Carlos III, las Cortes proclamaron a la Inmaculada patrona de los reinos de España, incluyendo las Indias. Al poco de asumir la corona, el nuevo rey de España consagró a España a la advocación de la Inmaculada.

Ya estaba la orden lista para cumplir su finalidad, a saber  «condecorar a nuestros sujetos beneméritos, adeptos a nuestra persona, que nos hayan acreditado su celo y amor a nuestro servicio […]», es decir, como recuerda Sampedro, «dotar a España de una institución premial moderna, en la que se rebajaban las pruebas de nobleza exigidas para el ingreso en las órdenes españolas preexistentes, como la de Santiago. En un principio, para ingresar en la orden, «había de probarse únicamente la nobleza del linaje paterno, abriéndose, pues, a un muy numeroso grupo social de hidalgos que servían a la Corona en la milicia, en la Administración civil, en la local y en la de Justicia, en la diplomacia o en la Corte», por lo que se incardina «en la política ilustrada de promocionar a clases medias preparadas para dinamizar la sociedad y se emparenta con la supresión del concepto de oficios viles que imposibilitaban el acceso a la nobleza a profesionales liberales, comerciantes, docentes, artesanos». La tendencia liberalizadora culminó en 1847 con la supresión definitiva de las pruebas de hidalguía. Ya solo concurrían el mérito y la excelencia. Unos requisitos vigentes dos siglos y medio después: las insignias de la orden se imponen a jefes de Estado y de Gobierno, a los ministros españoles una vez cesan en el cargo y a personalidades cualificadas, españolas o extranjeras.