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Por Pilar Martínez de la Torre Vidal. © P. Vidal.

A José no se le oye; apenas se le ve, pero está. Deja esculpir su alma por Yavé, del mismo modo que él trabaja la madera con sus manos de artesano.

En silencio, se deja hacer por el Creador. Y Dios premia su docilidad eligiéndolo desde antes de la creación del mundo para que sea en la tierra el padre de su Hijo.

José no lo sabe. Vive prendado de María, la adolescente hija de Ana y Joaquín, y pasa los días trabajando y proyectando su futuro junto a ella. La joven que va a desposar es diferente. María también ama el silencio, pero dice mucho con sus ojos, unos ojos que traslucen un corazón fiel, desprendido y generoso. Se diría que se sabe en todo momento mirada por Yavé y que deja traspasar la luz del Creador.

Desde hace unas semanas, María está más bella, si cabe. José no podría explicarlo con palabras, pero cuando va a visitarla a su casa, o cuando pasean bajo la mirada atenta de Ana, siente una felicidad extraordinaria, y piensa que el paraíso de su Dios, del Dios de Abraham, del Dios de David, a cuya estirpe pertenece, debe ser algo muy parecido a estar con María. Por eso no da crédito a algún comentario que escuchó hace unos días en el mercado. Ella, su María. ¿Cómo podría ser? José la contempla. Es imposible, en Ella no cabe la opción de ser infiel.

Y Yavé premia la confianza de José. El artesano sueña y cree. Lo imposible se hace posible. Y sólo podía ser en María.

José se fía. Son años de silencio, trabajando en diálogo con su Dios. Y ahora entiende que la tierra se haga Cielo en presencia de María. Las piezas encajan, el miedo se esfuma.

No sabe cómo, pero como la de María, su vida se hace un Sí. Aunque se considera indigno, sigue dejándose hacer. El sentido de su existencia es proteger, educar, amar, servir, al Hijo de Dios y a su Madre. Él, un humilde artesano, desde un segundo plano, jugará después de Jesús y María el papel más importante en la historia de la Redención.