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La Madre de Dios siempre vivió en la intimidad del Señor. Desde el primer instante de su existencia, hubo en ella un movimiento apasionado y pleno, cada vez mayor, que la lleva al corazón de Dios, que la mantiene ligada, sumergida en Él, en todas sus visiones y deseos, en todos sus pensamientos y sentimientos.

Ella está constantemente en presencia de Dios porque está enteramente entregada a Él, sin esperar nada a cambio para sí misma.

Y este movimiento de amor que es el suyo, ella quiere, con toda la fuerza de su ser, que se convierta en el nuestro.

Por eso es la madre, la madre de la vida, y la vida es su Hijo. No le neguemos la alegría de hacer pasar esta Vida en nosotros, plena y totalmente, en todo lo que somos y hacemos, sin parar, sin tardar.

La Virgen María nos enseña el silencio

La Madre de Dios nos enseña el silencio, pero no uno cualquiera. Se trata del silencio interior sin el cual no hay oración posible.

Este silencio nos resulta muy difícil porque somos habladores, estamos dispersos, distraídos con mil preocupaciones sin importancia.
La Madre de Dios es profundamente silenciosa porque es humilde. Está unida a Dios solo y solo quiere su voluntad.

Ella nos desvela el secreto del silencio. No está el final de una lucha con violencia: hemos experimentado bastante que nuestros esfuerzos, con demasiada frecuencia, crean una tensión en sí misma destructiva del silencio.

Frente al misterio de María, comprendemos que el silencio es más bien el fruto de un consentimiento, de una desposesión, que establecen la paz en el alma. Basta con entregarse con toda la confianza de un niño.

La Virgen María intercede por nosotros

En el rosario lo repetimos sin cesar: “Ruega por nosotros, pecadores”. Esta oración humildemente repetida, que brota del fondo de nuestra pobreza, ahonda en nosotros la sed de salvación.

Si suplicamos de verdad –no de manera formalista o, peor, para obtener gloria (tipo “¿yo? yo recito el rosario todos los días”)–, este grito nos rompe el corazón poco a poco y lo abre a la luz del Espíritu Santo.

La Virgen María nos enseña también a abandonarnos a la misericordia. Es la primera de las criaturas en tener el corazón roto, sin haber pecado, por la sencilla razón de que ella sabe lo que es el pecado, por haber visto a su Hijo morir en la cruz a causa del pecado.

Ella es la primera criatura perdonada porque fue preservada, lo cual es el culmen del perdón.

La Virgen María es un “cortafuegos”

Dios está cerca de nosotros, pero también es el Totalmente Otro y su amor es un fuego devorador. Cuanto más deseamos este amor, más necesitamos de la humildad de María para entrar en él.

El amor de Dios es demasiado grande para nosotros, tiene algo de insoportable, excepto si aceptamos ser del todo pequeños, como María y con ella.

¿Dónde se manifiesta el amor de Dios con más fuerza? En la cruz. Y es precisamente ahí que nos entrega a su madre para que ella nos haga volver a ser niños pequeños, capaces de entrar en el misterio del amor trinitario.

La Virgen María nos conduce a Jesús y Jesús nos conduce a ella

Seamos claros: el objetivo es Jesús. Incluso cuando va dirigida a María, a los santos y a los ángeles, nuestra oración es, fundamentalmente, para Dios.

Cuando enseñamos a rezar a los niños, es importante no poner a Jesús y a María en el mismo plano. Pero no hay una competición entre Jesús y María, como si rezando a uno corriéramos el peligro de desatender al otro. María no guarda nada para sí: sin cesar, nos dirige hacia su Hijo.

Al mismo tiempo, cuanto más ponemos la oración en el centro de nuestra vida, más sentimos la necesidad de apoyarnos en la súplica de la Virgen.

El amor ardiente de la Trinidad nos conduce a los brazos de María, que son como un refugio para nosotros, sus hijos.