Tienen estos días de mayo, mes de María, algo de luz, de esperanza, de primavera. Es una presencia muy cercana que sostiene mis pasos cuando siento que todo me supera y me falta confiar más.
Pienso en esa presencia de María que alegra mi alma, sostiene mi espíritu y me llena de risas. Esa presencia mágica que eleva mis sueños a lo más alto.
Me conmueve mirarla en medio de mis días grises en la monotonía del confinamiento. Mirarla como cuando dejó pasar los días en Nazaret, sin prisas, sin afanes del mundo.
Me gusta mirarla a los ojos fijamente, intentando sacarle una palabra, como si Ella con su mirada pudiera decirme de golpe todo lo que necesito saber para estar alegre y con paz.
Me gusta quedarme callado y quieto ante su imagen peregrina que me ha acompañado siempre. O ante esa imagen que me muestra su rostro y que forma parte de mi vida desde hace años. O la miro en esa imagen de Guadalupe que acompaña esta etapa de mi vida y ya estuvo presente hace tantos años.
Me gusta mirarla en el Evangelio recorriendo sus pasos en la tierra. Mirar su forma de andar, de conversar, de escuchar, de abrazar.
Mirarla como un personaje invitado a una vida secreta y familiar a la que yo pertenezco sin darme cuenta. Me gusta mirarla y amarla con la mirada. Esos ojos míos que quieren retenerla dentro de mi alma.
Quiero llevármela a la casa de mi corazón para que se quede conmigo. Abrazarla en un abrazo misterioso que yo le doy, para que no se vaya.
Quiero en estos días dejarme mirar por Ella. Porque no deja de mirarme nunca. No me juzga, sonríe con los ojos. Sonríe cuando me alejo y me pierdo con ese temor mío tan inmaduro a ser juzgado, condenado y rechazado por mis actos. Sonríe cuando vuelvo arrepentido entre lágrimas y buenos propósitos.
Me gusta esa mirada suya cada vez que regreso y me está esperando a la puerta del santuario, a la puerta de mi vida. En mis tristezas y en mis alegrías está siempre presente.
La miro a Ella y Ella, lo más habitual, me mira con pasión. No puede vivir lejos de mí, lo he comprobado. Depende de mí para todo. No deja de buscarme con la mirada mientras yo corro de un lado a otro mendigando cariño.
Cada vez que me alejo vuelve a buscarme y me espera respetuosa, cuidando esa libertad mía que yo tan torpemente defiendo.
Yo la quiero, pero me cuesta ponerme en sus manos y confiar. Me cuesta decirle que la quiero. ¿Por qué no se lo digo más veces?
Esas flores del mes de María son pequeños “Te quiero” que pronuncio quedamente mientras me inclino conmovido ante su imagen.
Y entonces María me muestra a su Hijo, me adentra en su costado abierto, me lleva hasta que aprenda a mirarlo a Él, a amarlo a Él en silencio cada día. Decía el padre José Kentenich:
“Hemos sido llamados por su Madre a servirlo, a configurar el mundo según su imagen. Jesús y María necesitan instrumentos. ¡Cuán pocos son los que se le ofrecen seriamente como instrumentos! En cierto modo, con nuestro ofrecimiento podemos sacar de apuros a María. Cristo y María se nos quieren entregar”.
Miro a María y me entrego a Ella y a Jesús. Y ellos al mismo tiempo se me entregan para que yo me abra, me dé y confíe. ¡Cuánto me cuesta a mí ser un instrumento dócil en sus manos! Hace falta una docilidad que yo no tengo.
Pienso en María que me quiere a su lado, respeta mis tiempos y me acompaña en silencio sin forzar la vida. Ella no quiere que yo haga las cosas sin querer. Quiere que las haga con pasión y libremente.
Respeta mis decisiones y las acompaña, aunque me vea alejarme por caminos duros y desviados. No fuerza la vida, simplemente la acoge en sus manos de Madre con un cuidado infinito.
Recuerdo una imagen que tengo de cuando era pequeño. Tendría cuatro años quizás, siempre lo cuento. Iba por un camino cargando con una piedra muy grande entre mis manos. Iba feliz, sin preocuparme el peso que era excesivo, sonreía.
Detrás, bastantes pasos detrás de mí, venía mi madre. Sonreía y miraba al frente. Pendiente de mis pasos, pero sin angustia, sin miedo. Esa imagen me ha acompañado siempre. Así fue mi madre conmigo. Así es María conmigo.
María me mira mientras cargo piedras. Lo vuelvo a hacer siempre de nuevo, cada día. Tal vez soy yo el que se impone las cargas. Decido llevarlas. O son otros las que las ponen sobre mí pensando que puedo con ellas, sin saber que no puedo.
Y María me mira. Me da miedo a veces caer bajo el peso de piedras pesadas y perder la sonrisa de niño. Pensar que es inútil ese esfuerzo tan exagerado y madurar de golpe.
Quizás he puesto tan a menudo el acento en mí, en lo que yo puedo, en lo que soy capaz de hacer con mis talentos. Y me he olvidado de que soy sólo un instrumento en sus manos, sólo un pincel, una brocha, un martillo, una pluma, ¡Qué importa! Soy sólo yo en sus manos de Madre.
Y Ella dibuja, crea conmigo, imagina historias, inventa palabras, construye castillos y sueña en voz alta conmigo. Y yo la miro y grito para que se oiga lo que tengo que decir, que amarla vale la pena.
Soy su voz que a veces torpemente desvirtúo lo que ella dice. Soy su abrazo dado con timidez. Soy sus pasos más rápidos que los suyos por Nazaret. Soy su esperanza convertida en palabras sencillas que nacen en mi alma.
Soy yo mismo, en mi verdad, en mi crudeza, en mi oscuridad y en mi luz más clara. Y es Ella. Siempre mi Madre acompañándome de lejos. Vigilando mis pasos perdidos y alentando mi lucha por dar la vida. Ella y yo, los dos somos uno.
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