Por Domingo Aguilera. Junio 2023
Pentecostés nos brinda una magnífica ocasión para profundizar en la relación personal que estableció María con el Espíritu Santo. Vamos a acercarnos con Ella al Misterio y aunque no lo comprendamos sí que lo podemos contemplar con Ella.
Esa relación personal es entre dos personas, una de naturaleza divina y la otra de naturaleza humana. Esto nos indica que, a diferencia de las relaciones entre los humanos, la relación personal es la única forma en la que se podía relacionar María con el Espíritu Santo.
Aunque el termino relación personal en Leonardo Polo sólo se puede establecer entre las personas de los sujetos, como los seres humanos nos relacionamos de diversas maneras, es fácil extender y confundir este término también a las relaciones de la sola voluntad con otro semejante. En este último caso, por ejemplo al establecer una relación comercial, esas relaciones se fundamentan en la posesión, mientras que las relaciones personales, por partir de lo más íntimo de la persona, son relaciones donales, efusivas.
María, por los méritos de su Hijo, está redimida desde el primer instante de su concepción, según la aportación de Duns Scoto ,“convenía, Dios podía hacerlo, lo hizo”. Concepción Inmaculada que fue proclamada como dogma de fe por Pio IX el 8 de diciembre de 1854. La expresión “llena de gracia” nos lleva a pensar que María recibió todas las gracias convenientes para realizar su misión de Madre de Dios antes del anuncio del ángel, puesto que así se refiere a Ella el propio Gabriel.
El Espíritu Santo es la Relación Eterna, de efusión de amor, entre dos personas divinas, el Padre y el Hijo, y es también persona divina. María es la única persona humana, y por lo tanto creada en el tiempo, que tiene, por decreto de Dios Padre, una especial relación personal de intimidad con el Espíritu Santo, como Esposa, y por lo tanto con la Santísima Trinidad.
En el Antiguo Testamento el Espíritu Santo aparece de forma velada, con expresiones como “el espíritu de Yahvé”, etc., pero no se desvela de forma personal. María es la primera mujer, después de la caída de Eva, que establece esta relación personal con la Santísima Trinidad, inaugurando la Redención. Con su concepción Inmaculada ya habita en la tierra la primera persona “llena de gracia”, acto del Espíritu Santo que formará un continuo hasta Pentecostés.
Dios Padre entrega el Espíritu Santo a María como un don, que María acepta como tal para ser la esclava del Señor y vivir solo de amor a su Padre. Todo don ha de ser aceptado libremente por el destinatario para ser un regalo. De otra forma el don no aceptado no llega a término. Y constituye un desprecio para el donante, que quería expresar su amor en él.
Ninguna persona (acto de ser co-existente) puede entregarse directamente a otra persona, debido a la dignidad del “otro”, que pasaría a ser un esclavo perdiendo su libertad, lo que es contradictorio con el ser del hombre que es intrínsecamente libertad. Por lo tanto, la persona humana, sólo puede expresar su amor personal constituyendo dones.
Esto es exactamente así también para los esposos que entregan su cuerpo como don, en el Espíritu Santo, en el matrimonio. Y para los célibes que entregan su celibato como don en el Espíritu Santo.
Hasta Pentecostés sólo María había recibido el Espíritu Santo; los apóstoles creían en Jesucristo: tenían fe, unos más y otros menos, pero todos sabían que Él era el Mesías. En aquella cena tan especial Jesús les llama amigos, pero ellos no estaban aún capacitados para establecer relaciones donales con Él. Faltaba que ellos le aceptaran también como amigo y para eso era necesario ir más allá de la sola fe, que ayuda al conocimiento personal, y que llegasen al amar personal, que es la plenitud de la intimidad personal. Es desde el amar personal desde donde se puede establecer la amistad, aunque se ame parcialmente al otro. La sola voluntad no puede establecer una relación de amistad.
Jesucristo nos ha redimido en la cruz, pero sólo después de Pentecostés sus hijos podemos establecer relaciones personales con el Espíritu Santo y vivir como verdaderos hijos de Dios.
Así lo entendieron los primeros cristianos, que cuando encontraban a unos recién convertidos al cristianismo bautizados, pero que no habían recibido el Espíritu, llamaban a los apóstoles para que les impusieran las manos. Por el contrario, en nuestra civilización la confirmación ha quedado como un rito accesorio. No hay hambre del Espíritu y solo miramos hacia abajo, hacia el tener.
Es lícito plantearse porqué Jesucristo no permaneció ya en la tierra con sus amigos. Sus palabras nos guían para vislumbrar que Él debe estar con su Padre, para volver a recibir su gloria de Hijo del Padre, que “quedó en suspenso” al hacerse hombre. “Salí del Padre y vuelvo al Padre”.
Una vez resucitado y cumplida su misión, el Hijo hace la donación de toda la humanidad a su Padre, que la recibe y acepta, al recibirle a Él como su Hijo y permanecer por siempre a su derecha con su cuerpo glorioso. Con su cuerpo de carne redimida, pero de carne, que podemos comer en el sacrificio de la Misa.
Sólo hay que aceptar al Espíritu Santo en lo más profundo de nuestro ser y vivir de su Amor. Así lo hizo María que, como buena Madre, nos lo propone a sus hijos.