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Por Domingo Aguilera Pascual. Noviembre 2025.

 En Israel las mujeres, especialmente las viudas, no tenían derechos tal y como nosotros los conocemos hoy en día. La mujer en esa sociedad estaba considerada principalmente para tener hijos y debía estar sometida al varón.

En esas circunstancias parecería lo más propio que María se considerase la mujer empoderada por excelencia: La mujer que liberaría a las demás mujeres de la opresión del varón. Esta concepción de lucha está profundamente arraigada en la sociedad postmoderna del siglo XXI, pero no deja de ser una concepción marxista con raíces hegelianas. Según esta concepción, María debería decir que Ella era grande por ser la madre del Mesías y pedir adhesión a todas las mujeres en su lucha contra el varón opresor.

Sin embargo, no fue así. María supo muy pronto que Ella no iba a triunfar como madre del Mesías. Su vida no iba a ser un camino de rosas, no iba a ser una “influencer” que arrastrara multitudes.

Siendo de familia sacerdotal tuvo unos padres muy piadosos. Esto lo sabemos porque su madre, Ana, tuvo muy pronto una iglesia en Séforis dedicada a ella y una casa en Jerusalén. Su padre, Joaquín, que era sacerdote del templo, también era poseedor de un gran rebaño de ovejas y cabras según una tradición.

Esto era propio de los sacerdotes, que tenían que servir dos veces al año su turno en el templo, y que disponían de mucho tiempo para realizar otras actividades no relacionadas con la posesión de tierras. La tribu de Leví fue la única de las doce que no tuvo nunca tierras propias y que vivía de la atención al templo.

Para comenzar, María había decidido dedicar toda su vida al Señor y por lo tanto permanecer virgen y no casarse, lo que era un oprobio para cualquier mujer en Israel. María se auto-excluyó y pasó a ser una mujer desechada.

Cuando apareció José en su camino vital, allá en Nazaret, cambió su vida al darse cuenta de que José iluminaba su camino espiritual. No sólo no era un obstáculo aquella petición de José de caminar juntos como marido y mujer, sino que Ella vio que ese camino nuevo para ambos reforzaba su llamada ante Dios Padre. José y María habían acordado vivir en castidad, todo para el Señor, pero en realidad habían inaugurado el nuevo sacramento del matrimonio por decisión divina. El propio Hijo, que iba a venir a la tierra, pidió la colaboración libre a dos criaturas para venir en la forma que Él quería para nosotros y para ser así el modelo de familia.

María sufrió lo indecible al comprobar la bondad de José y su sufrimiento interior al no entender que él también era parte de la Redención como cónyuge de la madre de Dios, hasta que un ángel se lo mostró.

Es en este contexto, cuando va a visitar a su pariente Isabel, la madre de Juan, es cuando pronuncia ese canto del Magníficat en el que dice: “Engrandece mi alma al Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador…”

No se alegra por ser la Mujer escogida para realizar la mayor proeza de la historia, sino por ser la esclava del Señor, por ser la desaparecida para el mundo, la despreciada entre los hombres, a la que una espada atravesará el corazón por ser escándalo para la humanidad.

Tras la marcha de José al cielo, María tuvo que vivir como una viuda, sin tener el status de la esposa de José el Tektón, el artesano bien remunerado que les había dado todo tanto a Ella como al Niño.

Y finalmente, cuando su Hijo subió al cielo Ella permaneció unos veinticinco años en la tierra ayudando a sus nuevos hijos a consolidar la Iglesia, que ese fue el último encargo que le dio su Hijo desde la Cruz.

La mujer desechada, la esclava, es hoy la Reina del cielo, la Madre del Rey y lo fue porque a los ojos de Dios Padre fue la Mujer digna de recibir a su Hijo. La Mujer sin pecado que aceptó recibir en su seno a la divinidad. Esa es la grandeza de María.