San Juan Diego
ALFA&OMEGA Del 3 al 9 diciembre de 2020
Al indio Juan Diego le sobrepasó el mensaje de la Virgen, pero acabó confiando. El 9 de diciembre recordamos al santo cuya humildad hizo posible la evangelización de América
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Cuando la Virgen quiere mandar un mensaje no se anda con rodeos, pero para hacerlo llegar necesita personas de carne y hueso, muchas veces con sentimientos de indignidad, conscien- tes de que la misión les viene grande. Es lo que pasó con el indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin en un rincón perdido de México hace casi 500 años.
Era la madrugada del 9 de diciem- bre de 1531. Juan Diego tenía ya 57 años cuando, ascendiendo el cerro del Tepeyac, oyó un agradable canto de pá- jaros que solo cesó cuando se apareció delante de sus ojos la Virgen María. Le pidió transmitir su deseo de que se le construyera «un templecito» donde ella estaría «siempre dispuesta a escu- char su llanto y su tristeza, para puri- ficar y para curar todas sus miserias, penas y dolores».
Juan Diego se lo contó al obispo, el franciscano Juan de Zumárraga, pero no le creyó. Esa misma tarde la Virgen le insistió, pero el indio le rogó que por favor enviase a otro mensajero, con más credibilidad que la que pudiera te- ner un pobre campesino. María volvió a insistir: «Es necesario que tú, perso- nalmente, vayas y ruegues para que se haga el templo que pido».
Sin embargo, el obispo seguía sin creerle y le dijo a Juan Diego que le pi- diera a la Señora una señal. Eso al indio le pareció ya demasiado y, cuando en la madrugada del 12 de diciembre tuvo que salir de casa para buscar a un sacer- dote que asistiera a su tío enfermo, deci- dió dar un rodeo y evitar así el Tepeyac, para no buscarse más problemas.
«María escogió a este hombre porque no hay otro lugar donde uno se pueda encontrar con Dios más que en la hu- mildad», afirma Eduardo Chávez, di- rector del Instituto de Estudios Gua- dalupanos y postulador de la causa de canonización de Juan Diego.
A pesar de la vuelta que dio el indio, la Virgen se le volvió a aparecer y le envió a la cumbre para recoger unas flores que le sirvieran de señal al obis- po. En ese lugar de riscos y abrojos, en esa época del año, era imposible reco- ger ninguna flor, pero Juan Diego bajó de allí con un buen puñado de ellas en su tilma, el manto tradicional de los indígenas. Después, ante el obis- po desplegó su tesoro, pero además de las flores estaba impresa la imagen de la Virgen que hoy es venerada en todo el mundo.
Una inculturación perfecta
«Los misioneros venían con la mentali- dad de convertir y bautizar a todos los indígenas, pero la realidad era que no lo lograban tan fácilmente como pen- saban», señala Chávez. «Hay que tener en cuenta que venían a unos pueblos imbuidos en las tinieblas de la idola- tría, que incluso realizaban sacrificios humanos. Al cabo de pocos años de evangelización, ellos mismos admitían que no acertaban con su pedagogía y no llegaban al corazón de la gente». En cambio, lo que sucedió en 1531 fue «un modelo perfecto de inculturación de manos de la Virgen», afirma el postu- lador de san Juan Diego.
En primer lugar, la Virgen eligió a un indígena de raíces toltecas, «un pueblo caracterizado por la búsqueda de la sa- biduría». A Juan Diego la Virgen le ha- blaba en su propia lengua, el náhuatl, y en su tilma colocó unas flores que con- vencerían al obispo. «Las flores son el símbolo de la verdad y de la vida para este pueblo, y la tilma es su atuendo ca- racterístico. Esta prenda es pobre, limi- tada, de lo más humilde, como el propio Juan Diego. El hecho de que acomode las flores dentro de ella indica que es toda esta tradición y toda esta cultu- ra lo que la Virgen quiere llenar con su presencia e incluso con su imagen», añade Chávez.
Todos aquellos hechos fueron vivi- dos por Juan Diego con mucha humil- dad. Después de las apariciones, pidió al obispo habitar una choza al lado de la ermita de la Virgen, donde vivió de forma pobre y austera, con la Eucaris- tía como centro. Su misión diaria con- sistía en barrer el templo y acoger a los peregrinos. En 1548 murió en olor de santidad el indio al que María escogió para multiplicar los frutos de la evan- gelización en todo el continente.
Así lo reconoce su postulador: «Des- pués de las apariciones de Guadalupe se lograron, en unos pocos años, nueve millones de conversiones, no solo en- tre los indígenas, sino también entre los españoles. El mismo san Juan Pa- blo II reconocía que “con Guadalupe comenzó todo”. Tuvo una repercusión impresionante».
Desde entonces, cada año visitan el santuario 23 millones de peregrinos, a quienes la Virgen repite las mismas pa- labras que dijo a Juan Diego la primera vez que se le apareció: «¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto? Que ninguna cosa te aflija ni te perturbe».