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Creer lo imposible es esperanza

María no se queda esperando el nacimiento de su hijo. Se pone en camino presurosa: “En aquellos días, María se puso de camino y fue a prisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel”.  

Me gusta la actitud de María. Sale de su comodidad. No se queda feliz en Nazaret esperando la llegada del Mesías. No cuida el don que ha recibido para evitar que le suceda algo malo.

Sale de su hogar, se arriesga, pone en peligro su vida y la de su hijo. Y camina a casa de su prima Isabel.

Siempre me imagino este camino a Ein Karem de la mano de José. Muchos cuadros lo dibujan así. Un encuentro en casa de Isabel entre María y su pariente. Entre José y Zacarías. Un encuentro de esperanza.

Me conmueve pensar en ese camino lleno de peligros. María no está a punto de dar a luz. Pero ya lleva en su seno la semilla de eternidad.

El Verbo hecho carne. No se cuida, no se protege, no se guarda. Se da. Isabel, su pariente mayor en edad, necesita su servicio, su generosidad. Y María entonces camina presurosa a la montaña.

 

Entre Nazaret y Ein Karem hay más de ciento cuarenta kilómetros. Una distancia larga en ese tiempo. María no lo duda. Quiere ir a ver a su pariente cerca de Jerusalén.

Una niña que se sabe madre de Jesús. Una niña que ha creído en la promesa. Va a prisa. ¿Cómo le contaría María a Lucas esa visita?

Lucas dice que fue a prisa. Que tenía prisa en llegar a ayudar. O tal vez quería escuchar lo que Isabel pensaba de todo lo sucedido. Al fin y al cabo, ella era más mayor y más sabia.

María quiere saber más. Quiere comprender cómo ella siendo estéril estaba esperando el nacimiento de Juan. Sabía que para Dios nada era imposible.

María lo deja todo y se pone en camino a prisa. No tarda, no se entretiene en otras preocupaciones. Va a ayudar a su pariente.

Me gusta esa forma de vivir, de actuar. Vence la pereza, la dejadez, la desidia. María es una mujer fuerte. Tierna y firme. Sabe lo que quiere y lo hace.

No se entretiene en cosas sin importancia. No se distrae por el camino. Sabe cuál es el sentido de sus pasos.

María toma una decisión que aparentemente va contra la prudencia. Se arriesga porque ha puesto su confianza en Dios. Se deja hacer por Él.

Leía el otro día: “Cuando el hombre está dispuesto a dejar las riendas de su propia vida y de su propio camino de santidad en manos de Dios, la fragilidad del hombre es una bendición y un motivo de esperanza”[1].

María en su fragilidad es un motivo para la esperanza. El que no tiene poder, el que no se siente seguro, es el que suele esperar. Espera el que es pobre e indigente. El que está vacío y no controla sus días. Ese es el que espera.

Me gusta pensar en “la imposible posibilidad de Dios. Como algo que se puede cumplir en la medida pequeña y limitada de su existencia terrenal, en los subterfugios de su corazón. Es la posibilidad imposible del hombre de experimentar en su interior sentimientos del Hijo y aprender el sabor insólito de las bienaventuranzas, o de gozar con trabajar solo por la gloria de Dios y sentirse envuelto por la mirada de quien ve en lo secreto, amando el escondite y todo aquello que parece oscurecer al yo, sin preocuparse demasiado por la autoestima y mucho menos cuando se es calumniado, ni cuando los méritos del propio trabajo le son atribuidos a otros. Saborear la sabiduría de la cruz y de querer como quiere Dios, amando a quien no ha hecho el bien y abrazando y besando, como Francisco, un rostro poco atrayente como el del leproso”[2].

Para Dios nada hay imposible. Una estéril embarazada. Una niña virgen esperando a Dios hecho carne.

¿Cómo se puede creer en lo imposible? ¿cómo se llega a esperar contra toda esperanza? Estoy acostumbrado a calcular mis fuerzas.

Pongo mis talentos al servicio de un amor más grande. A veces pienso que soy creyente sólo porque creo amar a Jesús torpemente.

Pero mi fe es frágil. Creo en mis manos que tienen fuerza. En mis pies que corren. En mi corazón que cree amar.

Pero luego no soy capaz de poner mis pecados, mis debilidades, mis carencias, al servicio de un amor imposible. Soy creyente de lo posible. ¿Qué mérito tiene?

Cuando algo es posible es fácil de creer. Es más fácil confiar cuando cuento con mis fuerzas y me siento poderoso.

La posibilidad imposible de Dios me parece todavía una quimera. Y me cuesta creer en lo que no está bajo mi control. No quiero soltar las riendas. No quiero confiar en lo que no veo.

Creer en lo que no ven mis ojos es esperanza. Creer en lo que no parece razonable o creíble. ¿Cómo se puede llegar tan lejos? Una fe que mueva montañas. Una confianza ciega.

Hoy falta en mi corazón, en tantos corazones. Una fe que crea en la posibilidad imposible de Dios. Para Él nada hay imposible.

Leía el otro día: “Si el deseo no es conocido, desentrañado y madurado, y si el límite no es tenido en cuenta o es rechazado como algo negativo, la persona se ve en la imposibilidad de decidir; de ahí el miedo a comprometerse en una elección determinada, sobre todo si es definitiva”[3].

El sí de María parece imposible. El sí de Isabel que era estéril. Las dos mujeres confían, creen. Las dos se encuentran esa tarde en Ein Karem.

Son capaces de decidirse porque no lo tienen todo bajo control. No controlan nada. No saben nada. No tienen nada asegurado.

Y se encuentran esa tarde después de un camino imposible. De un riesgo excesivo. De una imprudencia que supera lo razonable. María cree. Isabel cree. Se encuentran.

 

[1] Amadeo Cencini, La hora de Dios

[2] Amadeo Cencini, La hora de Dios

[3] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad