Desde los inicios del cristianismo, se ha considerado a María la Madre de la Iglesia. Ella nos reorienta para que descubramos verdaderamente lo que Jesús quiere de nosotros.
Durante siglos, la Iglesia ha propuesto a la Virgen María como un refugio seguro para los cristianos. La Iglesia no ha cambiado de criterio en estos últimos tiempos, pero últimamente la devoción a María ha decaído en algunos países que solían tener una fuerte devoción mariana, con unas consecuencias que se dejan notar en estas sociedades.
El corazón maternal de María
No es una verdad desconocida que la Virgen María sea la madre de todos los cristianos, tal como así nos la dejó Jesucristo al pie de la Cruz. Esta es una verdad que todavía hoy muchos conocen, al menos teóricamente, con la salvedad de que tal vez, cada vez más sea eso, solo una verdad teórica.
Que la Virgen sea nuestra madre significa que podemos entender nuestra relación con ella como lo hacen las madres. Tenemos el ejemplo de tantísimas buenas madres que se desviven por sus hijos y que nos permiten entender lo que es la maternidad: dar espacio a una nueva vida y proteger a esa vida por encima de la suya. Esto que podemos aprender en tantas mujeres, es la maternidad propia de María, a lo que se suma que no hay defectos por su vida ajena al pecado.
La Cruz en la vida del cristiano
No menos cierto que la maternidad de María es la centralidad de la Cruz en el cristianismo. Sabemos que Jesucristo murió en la Cruz para salvar al hombre y también ha sido ampliamente aceptado que este designio de la cruz es también querido para todos los cristianos. Dios no quiere, salvo excepciones, que los cristianos pasen por el patíbulo de la cruz, pero sí quiere que pasemos por la expiación del dolor, dolor que estuvo presente en grado máximo en la crucifixión de Jesucristo.
Dado que este dolor está dentro de los planes divinos, podemos pensar que María, nuestra madre, también acepta que suframos todo ese dolor que, en el fondo, es redentor. Ahora y desde aquí, nos es difícil saber como se conjuga en María esa ternura que tiene por nosotros y el sufrimiento por el que tenemos que pasar para poder acceder hacia Dios. Seguro es que María acepta ese sufrimiento nuestro tanto por tener su origen en Dios, como por sernos causa de una mayor felicidad.
Dios no se alegra con el sufrimiento de nadie y nunca lo quiere por sí mismo, sino solo como medio de expiación hacia algo mejor. Eso queda reflejado en que la justicia divina suele ser suavizada cuando descubre en el hombre la rectificación de su conducta como tuvo oportunidad de experimentar el rey David. La Virgen también procura esa disminución del sufrimiento en sus hijos aun cuando no elimina todos nuestros dolores que, no en vano, purifican nuestro corazón.
El malestar del pecado
Sin embargo, no todo dolor es purificador. El dolor, de hecho, no estaba en el plan primigenio de Dios sobre el hombre, y fue el pecado de Adán y Eva el que abrió esta caja.
La puerta del dolor en nuestra vida es el pecado, y el demonio trata de sacar partido de esta penosa consecuencia inyectando pesimismo y malestar en nuestra vida.
Realmente, quien quiere que suframos es el demonio no Dios. Dios quiere el sufrimiento como medio, una vez que el pecado ha abierto la puerta a la muerte. El demonio, sin embargo, quiere directamente nuestro mal, nuestra infelicidad. Por ello, cuando abrimos nuestro corazón al pecado, dejamos que entre la tristeza, el disgusto y todo aquello que nos apesadumbra. Es una pena que introduzcamos alegremente en nuestra vida a quien no tiene intenciones pacíficas sobre nosotros.
La barrera protectora del corazón de María
Ante esta situación trágica del hombre, que elige como amigo a quien no le quiere, el corazón de María se enternece porque nosoros seguimos siendo sus hijitos pequeños, aunque elijamos libremente nuestra penosa situación. Ella sabe bien la ignorancia y la debilidad de nuestro corazón que no sabe o no quiere mantenerse en el bien.
El alejamiento de nuestra sociedad respecto a Dios es bastante patente y la abundancia de pecado va seguida de tanto sufrimiento que no podemos eliminar a pesar de tanta tecnología, ciencia y que podamos hacer lo que queramos con total libertad. Por eso llama la atención tanta guerra, tantos asesinatos y tanta crispación que se torna en insultos y violencia.
María ve nuestro corazón abatido y no se queda indiferente. Ella no quiere que suframos a manos de nuestro enemigo, sino que tengamos la vida abundante que Dios nos ha regalado con su muerte en la Cruz.
María viene a nosotros con la intención de reconfortarnos, de poner paz donde hay tensiones y alegría donde hay tristeza. María viene solícita por sus hijos que lloramos, pero ella no puede hacer nada si despreciamos su trato. El poder maternal de María está inerme frente a la indiferencia de nuestro libre egoismo.
Son muchos los países que han gozado de la especial protección maternal de María, como es el caso de España. Entonces, la Virgen actuaba limitando enormemente la actuación del demonio. Este actuaba, pero su influencia y capacidad de provocar malestar estaba contenida en unos límites que nos salvaban de la desesperación de la eternidad y de nuestra propia vida.
Hoy, sin embargo, son tantos que ya no creen, no solo en Dios, sino ni siquiera en la felicidad en esta vida. Se celebra la muerte como una conquista, como un derecho; como si morir fuera una victoria. ¿Victoria sobre qué? Esta pregunta tiene difícil respuesta cuando se cree que después de la muerte solo nos sobreviene la nada.
Desgraciadamente hemos llegado a un punto muy lamentable en el que consideramos más positivo desaparecer, ir a la nada, después de nuestra muerte que vivir eternamente felices. La nada (futura) nos libra de nuestra culpa. Muerto el perro se acabó la rabia. Creo que esta actitud bastante extendida en nuestra sociedad es un buen exponente de la (escasa) felicidad de la que gozamos.
María, sin embargo, no nos deja solos, independientemente de donde nos hayamos querido meter, por muy lejos que estemos de Dios. Ella quiere nuestra felicidad que nos conduce a una eterna buenaventura. Su corazón sufre con nuestra desazón, y si la dejamos viene a curar nuestras heridas como una madre que no puede ver sufrir a sus hijos.
El corazón de María, este es el entorno que Dios ha previsto para el hombre en esta situación de pecado donde el dolor es inevitable. Ella nos lo hace más llevadero, y nos facilita ver y acoger la salvación que nos trae su Hijo.
La recta orientación hacia Jesús
María, con su corazón maternal, nos hace la vida más fácil, lima las dificultades y nos trae la alegría y la paz de Dios a nuestras vidas.
Pero aun más que proporcionarnos bienestar en nuestras vicisitudes, María siempre nos muestra con claridad que es lo que Dios quiere de sus hijos.
¿Qué esperaba Jesús de su madre? Amor. El amor tierno que una madre puede dar a su hijo. Ciertamente María proporcionó comida y ropa a Jesús, y un hogar agradable, aun en las circunstancias más desfavorables como pudieron ser las de Belén. María cumplió con sus obligaciones de madre y atendió con diligencia a su Hijo. Pero lo que Jesús le pidió por encima de cualquier otra cosa fue su amor que suplía el amor que las criaturas no le hemos querido dar.
De hecho, la comida y tantas atenciones eran la materialización de su amor (su amor hecho carne). Cuando esos cuidados maternales ya no fueron posibles, o solo se hacían de forma más esporádica, Jesús, sin embargo, nunca echó de menos el amor de su madre, porque ese amor creció en los detalles cotidianos, pero también en la lejanía de su separación.
Nuestra Madre nos proporciona bienestar en nuestra vida y, sobre todo, nos reorienta para que sepamos verdaderamente lo que Jesús quiere de nosotros.
Emilio Liaño
Omnes