Por Domingo Aguilera. Marzo 2023
El pueblo de Israel contemplaba la sabiduría porque vivía de ella. Además de la Torá, los judíos piadosos utilizaban los Salmos, el libro de los Proverbios y otros libros sapienciales en sus oraciones a Yahvé, y no tiene la cultura objetivante de Grecia ni de Roma. Se dirigen a Yahvé con oraciones, como un hijo a su padre, no con mitos y con temor, como los esclavos.
La sabiduría actúa en el ámbito de la intimidad personal y por lo tanto en libertad, mejor dicho, es libertad, y por ser libertad conoce lo más sublime. María, por lo tanto, actuó siempre en libertad.
Podríamos pensar que María no tuvo ninguna dificultad en su trato con Dios por estar concebida sin pecado, y esto no es cierto, sino que, al contrario, ella tuvo que actualizar su entrega libre a Dios cada instante de su vida, dada la inmensidad del receptor de su amor. Tiene que actualizar continuamente su libertad para llegar al calvario y “estar de pie” en el momento de la crucifixión, lo que significa estar en plenitud de amor redentor con su Hijo.
La vigilia de espíritu que mantuvo María durante toda su vida fue máxima y creciente, aunque distinta y menor que la que Jesucristo mantuvo durante toda su vida. La persona de Jesucristo es divina y tuvo que “abajarse” para “asumir” una naturaleza humana con toda la esencia y corporeidad completa, y con todas sus limitaciones. Pasó hambre, sed, cansancio, frío, calor, pobreza y dolor; llora por la muerte de Lázaro y se compadece de la muchedumbre que está como oveja sin pastor. Y en los tres últimos años vemos cómo va aumentando “la base de su autoconciencia, (que) es la fusión de la visión de Daniel sobre el “Hijo del hombre” que ha de venir, con las imágenes del “siervo de Dios”. (Benedicto XVI. Jesús de Nazaret. El Hijo del hombre). Es en ese momento cuando Jesús, como hombre, ya está completo para asumir todo el Misterio de la Redención.
Entender el misterio de la Redención no es tarea fácil para nosotros, porque al nacer con el pecado en nuestra naturaleza, no comprendemos totalmente el daño del mismo. Sin embargo, María “veía” con enorme claridad esta diferencia por estar alejada del pecado.
“Por otra parte, María fue, en cierto modo, asumida por el Verbo. Por tanto, fue la criatura viviente que más tuvo que aprender, precisamente para no desmerecer de su unión con su Hijo. Este aprendizaje llevó consigo el crecimiento de su caridad, hasta el punto del olvido completo de sí. Si bien se mira, este heroico amor es superior a cualquier amor humano. (Leonardo Polo. Epistemología, Creación y Divinidad. Cap. 7, 7. La madre de Cristo).
Tenemos un dato que nos lo avala. María, al pie de la cruz, perdona a los que están clavando delante de ella a Jesús, a los que delante de ella insultan a su Hijo y en ningún caso hay en ella rebelión alguna, sino perdón. Ella sabe cuán grande es la bondad de su Hijo y siente en lo más profundo de su corazón el desprecio que Le hacen los hombres. Ella sí sabe que lo que está ocurriendo en ese momento no es el ajusticiamiento de un hombre, sino el comienzo de una nueva vida sobre la cual ya no tendrá dominio la muerte.
María es una viuda judía que se ha curtido en el dolor cada instante de su vida, y que libremente lo ha aceptado y amado. No ha roto nunca la relación personal con su Padre Dios, ni con su Hijo, ni con el Espíritu Santo.
Cuando la joven María conoce a José, no sabe que ella será la madre del Mesías. Es José el que descubre que aquella joven que quiere vivir en virginidad, podría ser aquella virgen que describe el libro de Isaías. Es José quien le muestra en los profetas, que ella puede ser la elegida. Por lo tanto, ellos se enamoran de la sabiduría en la Sabiduría.
Y cuando su Hijo desde la cruz le dice” Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn, 19, 26) no dice nada. Acepta, como cuando José le dice que hay que salir de noche a Egipto y no dice nada. Esa aceptación sólo se mantiene por el inmenso amor personal a su Padre Dios, que Ella expresó en la aceptación de su maternidad. Amor donal.
En conclusión, María identificada con su Hijo, creció en edad, sabiduría y gracia, delante de Dios y de los hombres.