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Por Domingo Aguilera. Abril 2021

En el Génesis leemos:

Entonces dijo el Señor Dios: No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada para él.  (Gen 2, 18)

Es decir, Dios nos ha creado para el “otro” y esa es la realidad más profunda del ser humano, porque Él mismo nos ha creado a su imagen y semejanza.  El hombre es un ser coexistente en otro, según el filósofo Leonardo Polo, es un co-ser. No es un ser aislado, se desarrolla en el “otro”. Y sin “el otro” no es.

Y nos preguntamos, ¿Conocieron Jesús y María la soledad?

Según la RAE soledad  es:

  1. Carencia voluntaria o involuntaria de compañía.
  2. Lugar desierto.
  3. Pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de algo.

La soledad es un estado del alma, no una realidad ontológica. El mal sí es una realidad ontológica: es la ausencia de bien. El pecado es una realidad ontológica.

Básicamente, la soledad es la ausencia del “otro”. Claro que podemos perder algún ser querido y habremos perdido parte de nuestro yo. ¿Pero podemos perder totalmente al “otro”? No. Porque no podemos vivir sin el yo. Sí que podremos sufrir por la ausencia del “otro”, y sufrir mucho, porque la soledad quiebra nuestro ser más profundo.

Leemos en el evangelio, que Jesús “se retiró a orar” con mucha frecuencia y que antes de comenzar su vida pública “estuvo 40 días en el desierto”. Esa es una soledad buscada, el silencio para poner todos nuestros sentidos centrados en Él. El silencio de la oración, tan necesario.

Romano Guardini, en su libro “El Mesías”, en el apartado Getsemaní, escribe:

“Con su mente humana (Jesús) conoce lo que se mueve a su alrededor, con su corazón humano siente la situación de extravío en la que vive el mundo. Y aunque todo eso no llegue a afectar a la sublime beatitud del Dios eterno, a Jesús le produce un inconcebible sufrimiento… cada palabra que pronuncia, cada acción que realiza traiciona su estado de ánimo y expresa su actitud ante el destino que le aguarda.”

Jesús por ser verdadero Dios y verdadero hombre, conoció continuamente una soledad en su corazón, en su único corazón, un sufrimiento, como una tensión entre el cielo y la tierra, entre lo eterno y lo temporal. Él, que era del cielo, asumió el pecado en la tierra. Dicen los teólogos, que con sólo hacerse hombre, abajarse a ser hombre, ya habría redimido a todo el género humano. Tal es la distancia entre el Creador y sus criaturas.

María conoce la soledad cuando su querido José se va al cielo. Entonces es una viuda, una pobre viuda hebrea. Sabe que su Hijo se irá muy pronto de su casa a predicar, a “hacer la voluntad de mi Padre”. Si la pena es proporcional al cariño por José, la soledad de María sería muy grande. María podría haberse quedado sola, llorando la pena por su amadísimo esposo. Tenía derecho y todos lo entenderíamos. Pero María tiene fe, y entonces toda su energía la pone a disposición de su hijo. Reúne a sus parientes y amigas, formando un grupo de mujeres a las que une a la misión de su Hijo. Serán esas mujeres que en el evangelio se adivinan en segundo plano, pero que aparecerán en los momentos claves de nuestra salvación. Soledad fructífera.

Jesús sabe que tiene que cumplir una misión y que, evidentemente, nadie puede sustituirle. Obedece a su Padre. Pero durante su paso por la tierra, sabe que sólo su Madre le acompaña en todo el recorrido, aunque, como ya vimos en otros pasajes del evangelio, Jesús marca una distancia infinita con su Madre. María, a veces cerca, otras veces lejos, no le deja nunca solo. Es su Madre y nunca renunció a dejar de serlo. Y Jesús lo sabe.

Jesús también conoce la soledad, una soledad en la que místicamente su Padre Dios le abandona. Entonces Jesús está realmente solo. Veamos:

En el huerto de los Olivos, cuando Jesús está sólo ante la misión que tiene que cumplir, ante el pecado que tiene que asumir, mientras los discípulos duermen y oraba diciendo:

 “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya. Se le apareció un ángel del cielo que le confortaba. Y entrando en agonía oraba con más intensidad. Y le sobrevino un  sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo” (Lc 22, 42-44)

Esta es la primera vez que, místicamente, su Padre Le deja solo, cuando le muestra todo el abismo de podredumbre que tiene que redimir, la culpa que tiene que tomar como propia, para devolver la gloria debida por toda la humanidad, a su Padre. Enorme culpa. Inconmensurablemente grande. Y que Jesús acepta, libremente por Amor.

Más tarde, en la cruz, cuando dice. ”Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mc 15, 34), vuelve a sentir la soledad más profunda que jamás nadie haya probado. Es entonces, no sabemos cómo pero de una forma inefable, cuando Jesús, el Hijo del eterno Padre, se presenta ante su Padre, no ya como mera criatura, sino como un pecador. ¡El Hijo de Dios… como un pecador!. ¡Oh, Dios mío, cuanto te costó el haberme amado! (Villancico popular italiano).  No hay palabras para expresar la enorme maldad del pecado; solo un Dios que nos ama tanto, tanto, como para asumirlo.

Jesús está sólo ante el pecado. Lo infinito del mal, el mal ontológico, que debe ser vencido por Él en soledad. Su corazón humano, ante la prueba más grande del universo y está sólo, abandonado, despreciado.  María está allí. Sólo María le acoge en sus brazos cuando ya su cuerpo no tiene ni una sola gota de sangre.

Entonces es María la que coge el testigo de la redención con su dolor. María está entonces, completamente sola en la tierra. Rota de dolor, no hay dolor como su dolor. Ella, que ha tenido en su seno al Salvador, que lo ha abrazado tantas veces y que tantos besos le ha dado y que es verdaderamente Madre de Dios, ya no lo tiene. Su corazón siente la más profunda soledad, porque ha perdido a su Hijo, a Dios. Ha perdido todo. Sólo le queda la fe en su filiación al Padre.

María, mera criatura, sufrió unos dolores inmensos cuando su Hijo muere en la cruz, y una soledad también inmensa cuando tiene el cuerpo inánime de su Hijo en sus brazos. Todo está acabado. No hay consuelo. Sin marido y sin Hijo. Sola.

El dolor y la soledad son dos elementos corredentores si se realizan con fe. Pueden ser el “humus” donde las plantas crezcan robustas, y den flores y frutos abundantes. O pueden ser la tierra seca en la que nos hundimos, y que nos oprime y ahoga.

La fructífera soledad de María en la Encarnación, engendra a su Hijo, y la fructífera soledad de María en el Calvario, engendra la Iglesia. María no siente la soledad debido al pecado, que no lo tiene, sino debido al amor a su Hijo. Y así Ella es el sustento de toda la humanidad. Sólo Ella, hasta que venga el Espíritu Santo en Pentecostés, que sigue permaneciendo en Ella, es el sustento para los apóstoles. Y entonces el Espíritu Santo vendrá para toda la humanidad.

Santiago de la Vorágine señala en el Mariale, “que toda la Iglesia se había refugiado a partir de la muerte de Cristo en el corazón de su Madre”.

 María conforta, en aquellos momentos tan dramáticos, a aquellos primeros miembros de la Iglesia, a Pedro y a Juan, a todos. Les comunica su fe y esperanza. Y les consuela.

La separación de un ser querido produce soledad. Y ese dolor será proporcional a la relación que hayamos mantenido con ese ser querido. La separación sobrevenida es terrible si el amor mutuo es grande, porque nosotros somos en el “otro” que se separa bruscamente y nuestro más íntimo ser se deshace, pero no llegaremos nunca a la terrible soledad de perder a Dios, si no es por el pecado. Tanto Jesucristo como María sí conocen la soledad en toda su profundidad, pero sin el pecado. Es la soledad redentora. Soledad que si hay fe, es fuente de gracia.

El pecado, la separación de Dios, eso sí que puede llevarnos a la desesperación y a la soledad más profunda. Entonces tenemos que acudir rápidamente a la confesión para no ser presas fáciles del diablo. La gran estafa del pecado es que habremos escogido para nuestra coexistencia la ausencia de Dios. No podemos salvarnos y Dios no puede salvarnos, si no nos arrepentimos.

Con María nunca estaremos solos. Podemos estar en soledad, querida o sobrevenida, pero las circunstancias, por duras que sean, jamás nos podrán arrebatar a ese “otro”, a María, a Jesús, que ya serán parte de nuestro ser, si hemos establecido una relación profunda, no de oídas, sino en la fe, con ellos.

Comenzamos este artículo viendo cómo Yahvé no desea la soledad. Es Su palabra. Dios Padre en su creación, pone al hombre en familia. Al hombre, no le conviene la soledad. La soledad buscada para unirnos con Dios es fructífera, pero incluso esa soledad ha de estar enmarcada en la familia, en la comunidad. Y sin ese marco, la soledad es perversa. ¡Hay del que no tiene familia!

Las circunstancias de nuestro caminar por esta tierra serán tan variadas como cada uno de nosotros, pero con seguridad, nos encontraremos antes o después con la soledad, porque tenemos corazón. Esquivar la soledad nos romperá. Amar la soledad sobrevenida, con fe, o amar la soledad por Amor, nos purificará y unirá a la soledad de Jesucristo con valor redentor. Nuestro “otro”, entonces, será Cristo. Seremos en el fondo de nuestro ser, otro Cristo. Esa soledad, sí que es la oportunidad.

¡Cuánta gente a nuestro alrededor siente la soledad! Y ¡ay de nosotros si somos indiferentes a esos que estando cerca de nosotros sufren la soledad! Porque seremos ese Pedro dormilón al que el Señor le reprochará “¿No has sido capaz de acompañarme ni una hora?” y quizás, escudándonos en nuestro egoísmo, le diremos ¿cuándo te hemos dejado solo? La respuesta es clara y nítida: cuando le dejasteis solo a aquél y…a aquél otro.

Si ya hemos tenido la suerte de conocer la soledad y de haberla compartido con María, entonces ya tenemos la vacuna contra la soledad. Y si todavía no nos hemos encontrado con la soledad, dando gracias a Dios, podemos ayudar a nuestros prójimos con nuestra comprensión, nuestra dedicación y nuestras oraciones. Con obras de misericordia.

Hay un momento crítico en nuestra vida, donde tendremos que afrontar la soledad. Es en la vejez o en la enfermedad, donde el alma tiene que sostener al cuerpo, cada día más débil. Roto el equilibrio entre el alma y el cuerpo, cuando este está más deteriorado, es necesario que el alma se fortalezca. La soledad, que es un estado del alma, puede influir negativamente en la persona. Por eso la Iglesia pone la unción de los enfermos al servicio de los más débiles. Y el mandato de cuidar especialmente de ellos. Porque pueden quebrase y perder el alma al final del camino. María siempre está dispuesta, como vimos en el artículo “Puerta del cielo” a salvar a todas las almas. Pero hay que ayudar, acompañar, a los más débiles en esa situación. El ejemplo de madre Teresa es claro. Y que sea venerada como santa, un ejemplo para todos. Sin excepción.