Redacción de Aleteia - publicado el 25/11/14
¿Cuál es su origen?
La Medalla de la Virgen de las Gracias, más conocida como Medalla Milagrosa, tiene su origen en Francia, en 1830, con santa Catalina Labouré, joven religiosa, en el convento parisino de las Hijas de la Caridad.
Son muchísimas las personas que creen que esta Medalla fue acuñada por orden de la propia Santísima Virgen, como signo de amor, prenda de protección y fuente de gracias.
La forma de la Medalla es oval. En una de las caras está representada la Virgen, con los brazos extendidos, mientras distribuye gracias a los fieles, representadas por la luz que irradia; al mismo tiempo, con su pie virginal aplasta la cabeza de la serpiente infernal.
Alrededor de la imagen, está inscrita por esta invocación:
«Oh María, concebida sin pecado,
rezad por nosotros que recurrimos a Vos»
En la otra cara figuran la letra M coronada por la Cruz, y debajo los Sagrados Corazones llameantes de Jesús y María; este conjunto está rodeado por doce estrellas.
Las apariciones de la Medalla Milagrosa abrieron en 1830 un ciclo de grandes manifestaciones marianas, que siguieron con las apariciones de La Salette (1846), de Lourdes (1858) y culminadas finalmente en Fátima (1917).
La Iglesia en peligro
Para comprender bien los orígenes y el significado de la Medalla, hay que conocer algunas cosas sobre la vida de santa Catalina Labouré y sobre el contexto histórico de la época en la que vivió.
La Medalla fue dada a la Iglesia en un periodo de grandes desórdenes y turbulencias que afectaron a Francia y a toda Europa, un periodo por tanto de grandes peligros también para la Iglesia.
Desde la Revolución Francesa (1789) en adelante, una cadena de conspiraciones, revueltas, guerras había alterado al continente y se concretó en una feroz persecución no sólo contra el clero sino contra toda la Iglesia.
Las revoluciones liberales intentaban separar los Estados de la Iglesia para transformarlos en instrumentos de guerra contra la religión.
Intentaban destruir el orden de la cristiandad para instaurar sobre sus ruinas una sociedad no fundada sobre el Decálogo, permitiendo por ley lo que Dios prohíbe como pecado y prohibiendo por ley lo que Dios prescribe como virtud.
En verdad, tras años de guerras y de revoluciones, en la época en la que tuvieron lugar las apariciones de la Medalla, la situación europea parecía haberse calmado.
Pero se trataba sólo de una pausa: bien pronto la situación se precipitaría. En la vigilia de la nueva tempestad tuvieron lugar las apariciones de la Virgen a santa Catalina.
La primera aparición
La noche entre el 18 y el 19 de julio de 1830, hacia las once y media, Catalina oyó una voz que la llamaba por su nombre.
Vio a un misterioso niño vestido de blanco que le dijo: «levántate en seguida y ve a la capilla, la Santísima Virgen te espera«.
Este niño, que era su ángel custodio, la condujo a la capilla, en la que todas las velas y lámparas estaban encendidas.
De repente el niño exclamó: «¡aquí está la Santísima Virgen!». Apareció entonces una señora maravillosa, sentada en un sillón colocado en el presbiterio.
Catalina corrió donde ella y se arrodilló en las gradas del altar; permaneció en esa postura escuchando, con las manos familiarmente apoyadas en las rodillas de la Virgen.
«Ese momento fue el más dulce de mi vida y me es imposible describir lo que sentí «, afirmará después la vidente.
María se puso triste
Durante la aparición, que duró una hora y media, María le dijo:
«Hija mía, el buen Dios quiere confiarte una misión. Tendrás muchos sufrimientos, pero los superarás pensando que los recibes para glorificar al buen Dios. Conocerás el mensaje que te viene de Él. Serás rechazada, pero la gracia te ayudará. ¡Confía y no temas! Da cuenta de todo lo que veas y oigas».
En este punto, la Virgen añadió con una expresión muy triste:
«Los tiempos son malvados. Desgracias se abatirán sobre Francia, el trono será derribado, el mundo entero será alterado por desventuras de todo tipo. Pero venid a los pies de este altar; aquí se derramarán gracias sobre todos aquellos, grandes y pequeños, que las pidan con confianza y fervor».
Tras haberle hablado del futuro de su congregación, la Virgen retomó el tema:
«Habrá muertos, el clero de París tendrá víctimas, el monseñor arzobispo morirá. Hija mía, la Cruz será despreciada, la tirarán por tierra y correrá la sangre por las calles. Se abrirá de nuevo la herida en el costado de Nuestro Señor. Llegará el momento en que el peligro será tan grave, que creerán que todo está perdido. Hija mía, todo el mundo estará triste. Pero ¡tened confianza! Precisamente entonces yo estaré con vosotros; reconoceréis mi visita».
«Haz acuñar una medalla sobre este modelo «
El sábado 27 de noviembre de 1830, hacia las seis de la tarde, santa Catalina rezaba en la capilla, cuando se le apareció la Virgen a la altura del cuadro de san José.
Su rostro con los ojos vueltos al cielo, era magníficamente bello. Estaba vestida de seda blanca y tenía en las manos una esfera dorada, que representaba el mundo y que ofrecía a Dios. Sus pies se apoyaban en una semiesfera.
Catalina comprendió que los rayos representaban las gracias derramadas por la Virgen en las almas devotas, mientras que las gemas que quedaban a oscuras simbolizaban las gracias que los hombres no le pedían.
La Medalla
Durante esta aparición se formó en torno a ella como un marco oval, en el que estaba escrito en caracteres dorados esta frase: «Oh María concebida sin pecado, orad por nosotros que recurrimos a vos».
Entonces se oyó una voz que decía:
«Haz acuñar una medalla sobre este modelo. Todos los que la lleven al cuello recibirán grandes gracias, y estas serán abundantes para las personas que la lleven con confianza».
Entonces la imagen pareció volverse, haciendo ver el reverso.
Apareció la letra M coronada con la Cruz, y representados debajo el Sagrado Corazón llameante de Jesús, coronado de espinas, y el de María traspasado por una espada.
El conjunto estaba rodeado por una corona de doce estrellas que recordaban el pasaje del Apocalipsis: «Una Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en la cabeza».
En las manos tenía anillos con piedras preciosas de varias dimensiones; casi todas centelleaban y lanzaban rayos luminosos de diversa intensidad.