Por Domingo Aguilera Pascual. Mayo 2025
Los apóstoles no creyeron a María Magdalena cuando les dijo que había visto a Jesús resucitado. Magdalena fue a la primera persona que se apareció Jesús como resucitado.
A su madre no se le apareció como a los demás. Es muy probable que Ella fuera testigo directo de la Resurrección. Ella nunca dejó de acompañar a su Hijo y estuvo al pie de la cruz en el dolor máximo, por lo que parece lógico que Ella fuese testigo de la resurrección, el único testigo en la tierra, que unida a la Santísima Trinidad pudo completar su misión de Corredentora.
Jesús resucitado no le reconocen sus amigos a primera vista, sólo cuando les habla o les pregunta por aquello que sólo ellos y Él sabían antes de la Cruz, entonces le reconocen.
¿Qué ha cambiado? Lo que ha cambiado es que su cuerpo ya no está sujeto a las coordenadas espacio-tiempo. El Hijo tomó una humanidad perfecta, sin pecado, pero su cuerpo estuvo, como el de María, sujeto a las coordenadas espacio-temporales hasta su muerte en la cruz.
Durante su paso por la tierra, su humanidad perfecta le permitía tener un cuerpo como el de Adán antes de pecar. Tenía las perfecciones originarias tales como la sutilidad, inmortalidad, ciencia infusa, etc., es decir, todos los dones preternaturales íntegros. Eso le permitió atravesar entre los judíos y escabullirse de la multitud varias veces, como nos narran los evangelios. También andar sobre las aguas, siendo estas operaciones, naturales a su esencia y no constituyendo acciones milagrosas.
La Virgen María también, por ser Inmaculada, no tuvo nunca contacto con el pecado y por lo tanto no tuvo que morir, su unión con su Hijo residía a nivel personal. Su Intimidad Personal estuvo indefectiblemente unida a la de su Hijo y siempre tuvo los mismos sentimientos que Jesucristo.
Es en esa intimidad, que creció en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres, donde María es consolada por su Hijo. Ella, que asumió la Humanidad de su Hijo, no podía desconocer que el cuerpo de su Hijo ya no estaba separado de su alma y que por lo tanto volvía a estar vivificado por su alma humana, con la diferencia de que ese cuerpo ya no pertenecía al universo. La resurrección mostraba un cuerpo luminoso con las huellas del sufrimiento que le identificaban como Aquél que había subido al trono de la Cruz para destruir definitivamente a la muerte. Las huellas de Aquél que había asumido todo el pecado de todos los hombres, de toda época.
María conoció que su Hijo ya había resucitado, que había abandonado las coordenadas espacio temporales y que ya estaba vivo, cuando se manifestó a su Padre Dios. No necesitaba que su Hijo se le apareciese para reconocerle como Salvador. Ella lo aceptó cuando pronunció aquellas misteriosas palabras “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí tu voluntad”
A Jesús todos sus amigos, incluidos los apóstoles, no le reconocieron a primera vista. Todos tuvieron un proceso, un camino, para aceptar esa gran realidad de su resurrección que excedía todas sus expectativas.
Sólo María permaneció toda su vida aceptando la voluntad de su Padre al pronunciar aquél SÍ eterno, que acompañó a su Hijo en todo el camino de la Redención. Sin quiebras ni fisuras ante las más fuertes contradicciones que pueda sufrir criatura humana.
Y su alegría fue acorde a su fidelidad. Así podemos rezar con ella esa bonita antífona que comienza diciendo: Regina coeli laetare, Aleluya.
Reina del cielo, alégrate. Aleluya!
Porque el que mereciste llevar en tu seno. Aleluya!
Ha resucitado, como predijo. Aleluya!